Líneas Quadratín
La persona más insultada de Francia antes y al inicio de la Revolución no fue Luis XVI, sino su esposa, María Antonieta.
Con algunos rasgos de sencillez en su vestimenta y afinidad con la vida rural, pero profundamente antipática para los franceses, María Antonieta catalizó la furia del pueblo y la intelectualidad en la época de escasez de cereales, hambre y arcas vacías.
Su falta de sensibilidad y empatía con los necesidades de la población es histórica.
También es histórico su pecado capital: diseñar intrigas en Palacio contra funcionarios del reino y ejercer una gran influencia política sobre su marido, el soberano.
Hasta entrada la Revolución Luis XVI gozó de legitimidad, incluso entre los revolucionarios, que lo querían como «Padre de los franceses y rey de un pueblo libre».
A María Antonieta, en cambio, la detestaban. Era «la gran arpía».
En la escasez de pan (derivada del granizo en invierno y sequía posterior), el 5 de octubre de 1788 una manifestación de mujeres marchó desde París a Versalles a exigir respuesta a una pregunta: ¿cuándo tendremos pan? Pasaron por encima de la Guardia Nacional y llegaron a la antesala de la recámara de la reina. Fue ahí cuando habría dicho: «si no tienen pan, que coman brioche».
No hay una sola evidencia histórica de que lo haya dicho. Lo más probable es que sea un infundio, como tantos otros añadidos a su avinagrada actitud, que periódicos como Le Pére Ducherne de encargaban de aumentar hasta el escarnio y la crueldad. Y libelos, que pululaban a manera de «red social» de la época.
Mientras eso ocurría en París, en el Palacio de Versalles María Antonieta conspiraba y le hacía la vida imposible a los consejeros y ministros más sensatos de su marido, especialmente a Necker. El ginebrino Jacques Necker era querido hasta la adoración por el pueblo francés debido a su insistencia en abolir privilegios, emparejar la carga fiscal, y poner racionalidad a las onerosas e inútiles obsesiones de obra pública de Luis XVI, como un dique en el Atlántico (todo esto se encuentra en la gran crónica de la Revolución Francesa, Ciudadanos, de Simon Schama, un libro de mil páginas que vale la pena leer dos veces).
Guardadas las proporciones y circunstancias históricas, aquí la esposa del presidente, Beatriz Gutiérrez Müller se ha encargado de despertar una antipatía despiadada hacia su persona, por razones esencialmente similares a las que llevaron a María Antonieta a ser llamada, con exageración, «la gran arpía».
La historia, a veces, se lee como un cuento ajeno a nosotros, pero no se asimila. Por eso la repetimos.
En estos días las redes sociales se han nutrido de reacciones a un mensaje de la señora Gutiérrez Müller de suma dureza ante el dolor ajeno.
Le preguntaron en Tweeter cuándo atendería personalmente a los padres de niños con cáncer que reclaman medicinas para sus hijos.
Su respuesta fue para dejar helado a cualquiera: «No soy médico, a lo mejor usted sí. Ande, ayúdelos».
La insensibilidad exhibida por la esposa del presidente suscitó una lluvia de reacciones, varias de ellas groseras.
Quiso componer el mal sabor que dejó su primer mensaje y puso otro, tan ofensivo como el anterior: «Están muy inquisidores los adversarios de mi esposo. ¡Por algo será! Si mi expresión ´No soy médico´ ofendió a alguien ofrezco disculpas. En cuanto a mí, sólo expresarles que soy profundamente humana y deseo el bien para todos, ahora y siempre».
No se retractó. La lucha de esos padres no es contra el marido de la señora Beatriz, sino contra el cáncer que padecen sus hijos. La disculpa fue a un abstracto alguien que pudo ofenderse.
Por instinto natural la respuesta al error cometido debió ser más humana. Invitar a esos padres, escucharlos y ofrecer su cercanía con el presidente para que no les falten medicinas.
Con los niños estuvieron, y no una sola vez, Margarita Zavala, e incluso Angélica Rivera. La señora Beatriz nos dice con su actitud que es diferente. Sí, en efecto, ya lo vimos.
Desde que su marido fue declarado presidente electo, ella ha tenido expresiones de hostilidad hacia millones de personas. Esa foto en que nos pinta «caracolitos» la marcó.
Ha dejado saber que tiene un alma dura.
Su hostilidad hacia los que piensan distinto a su marido la hace manifiesta. Bloquea al por mayor en redes sociales. Algunos se ofenden, reaccionan de mala manera y la insultan.
El incidente en el avión -en primera clase, ¿para qué?- es reprobable. No es correcto encararla, resulta indebido, es la esposa del presidente, tengamos la opinión que tengamos de su trabajo. Sin embargo sus seguidores rompieron esa indispensable barrera de civilidad cuando hostigaban a Margarita Zavala en el aeropuerto y otros sitios públicos, con ofensas preparadas, debido a la gestión de su marido.
Miren lo que sembraron, miren lo que cosechan.
El activismo palaciego de la señora la expone al escarnio en un país polarizado.
Trasciende esos muros que ella contribuyó a crear un mal ambiente a Carlos Urzúa, un solvente -y que tenía la personalidad para decirle que no al presidente- encargado de las finanzas públicas del país.
A la señora se le atribuye una labor soterrada contra el canciller Marcelo Ebrard. Obviamente se piensa hasta dónde llegará su influencia para poner piedras o tejer en favor de una candidatura presidencial.
El imaginario colectivo es muy frondoso y seguramente se le añaden injerencias que no tiene. Los indicios, sin embargo, ahí están.
Su marido, desde joven, ha tenido cercanía con los grupos indígenas, pero esta acentuada vena antiespañola no es suya, es nueva.
Mandar una carta al rey Felipe VI para que viaje a México a disculparse por lo ocurrido hace 500 años es un despropósito que se ha extendido a fobia contra las empresas españolas. Lo mismo quiso hacer con el Papa Francisco. Que vengan los dos a pedir perdón.
Su activismo palaciego se percibe, y no le hace bien al país.
Su dureza de corazón trasciende al ambiente público, de por sí contaminado por la polarización que con éxito alienta su marido.
No es bienvenido un motivo más de encono.
La prudencia es indispensable.