Libros de ayer y hoy
Periodistas, aborrecidos
Pablo Hiriart
Reporteros que cubrían la gira presidencial el sábado pasado por el sur de Sonora sufrieron un accidente en la camioneta en que viajaban: diez de ellos resultaron heridos, dos con fractura en la clavícula.
Primero, lo humano: nadie en Presidencia se acercó al hotel, ni al MP donde declararon ni al hospital del IMSS al que llegaron los lesionados, para saber cómo estaban.
Son compañeros de trabajo aunque tengan misiones diferentes. Un gesto de solidaridad es lo menos que se espera en esos casos, pero no lo hubo.
Ven a los periodistas como sus enemigos, y no lo son, pues sólo tienen trabajos diferentes sobre un mismo tema. El político no quiere que se sepa cuando hay reclamos, y los camarógrafos graban la protesta y el reportero la escribe, la manda y se publica.
También se envía y se difunde lo que el presidente informa sobre un tema, promete y hace en sus giras. No hay motivo para detestarlos.
El accidente fue a las dos y media de la tarde y Comunicación Social de la Presidencia dio cuenta del hecho del hecho cuatro horas más tarde.
A la media noche los heridos todavía batallaban para encontrar a la aseguradora de la camioneta que contrató el ayuntamiento morenista de Cajeme para que los periodistas siguieran la gira de AMLO.
Nadie les echó una mano.
Como lo dijo puntualmente el periodista Rafael Montes (accidentado) esa noche, en su cuenta de tuiter: “No pedimos lujos. El vuelo, el hospedaje y las comidas son pagados por las empresas de los medios… Lo único que estamos pidiendo es que se organicen mejor los eventos…. López Obrador va a exceso de velocidad y trae una Suburban. Como reporteros tenemos que seguirle el ritmo… Sólo (pedimos) buena logística y no viajar a exceso de velocidad”.
El presidente sugirió el domingo, como solución, que no lo sigan los periodistas en sus giras. Debe saber que no es por hobby que los reporteros realizan esa tarea en sábados y domingos, sino para informar al país de las actividades del Jefe del Ejecutivo.
Hay desprecio hacia la labor de la prensa. Y también hostigamiento hacia algunos periodistas en específico.
Contra Carlos Loret, por citar un ejemplo emblemático.
A raíz de un reportaje en el que Loret y su equipo dieron a conocer videos que desnudan la corrupción en Pemex durante el sexenio anterior, las actuales autoridades lo conminaron a entregar las pruebas que obran en su poder.
Se las piden por oficio. Que entregue audios, videos y videograbaciones del espionaje ordenado por la empresa Oro Negro a ex funcionarios de Pemex, “dentro del término de 07 días hábiles”.
El requerimiento se lo formuló la secretaría de la Función Pública, que encabeza Irma Eréndira Sandoval. No hay lugar a la especulación: el gobierno federal le cae encima al periodista por hacer su trabajo, investigado y documentado.
Resulta tan autoritario este mensaje, que obliga a levantar la voz y a tomar precauciones. Se trata de un acoso a la libertad de expresión.
Hace un par de años, por ejemplo, jamás se le requirió al profesor John Ackerman -esposo de la actual secretaria de la Función Pública-, que diera a conocer las pruebas que lo llevaban a afirmar en sus artículos que el Ejército había matado a los 43 normalistas de Ayotzinapa.
Ahora sí es requerido un periodista a entregar las pruebas, certificadas, a la autoridad. No tiene que responder ante sus lectores, audiencia o a los probables afectados, sino ante el gobierno.
Loret ha sido señalado una y otra vez, de manera agresiva y despectiva por el Presidente. Eso trae consecuencias en una cultura presidencialista –ahora exacerbada hasta el delirio, como lo describió magistralmente el lunes Jesús Silva-Herzog Márquez-.
Se trata de un asunto que no es menor. Ahí hay un cambio de reglas que no pasa desapercibido.
Tampoco pasa desapercibido que antes de acabar el primer año de gobierno ya tengamos que lamentar el asesinato de 15 periodistas. La cifra más alta que se registre en un inicio de mandato.