Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Por Carlos Ramírez
Aunque el juicio contra el secretario calderonista de Seguridad Pública 2006-2012, Genaro García Luna, se está gestionando desde Palacio Nacional como un tema político, la falta de control sobre las declaraciones de los testigos de la Fiscalía estaría salpicando, con razones o sin ellas, a funcionarios del Gobierno actual.
Si estuvieran haciendo falta algunos elementos informativos sobre la penetración del narcotráfico y el crimen organizado en la vida nacional, en la corte de Brooklyn podrán encontrarse algunos indicios de un problema que no comenzó con Calderón ni terminó con Peña Nieto, sino que viene de muy atrás, desde 1969 en que el Gobierno de Nixon cerró la frontera californiana con México para revisar uno por uno los automóviles interceptados como una forma de obligar a Los Pinos a atender la exigencia estadounidense de frenar el tráfico de marihuana.
En 1975 el gobierno federal puso en marcha, por presiones estadounidenses, el Plan Cóndor para combatir la siembra de marihuana y amapola en la zona de Sinaloa, mientras en el sur los marihuaneros comenzaban a tomar el control de zonas agrícolas, aprovechando el abandono de la política agraria de apoyo a la producción y los campesinos se encontraron empleo e ingresos sembrando marihuana.
El Gobierno de Estados Unidos parece sentirse muy satisfecho con el desahogo del caso García Luna, porque estaría probando su hipótesis de que México es incapaz de desarrollar una estrategia efectiva de lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado y que se requiere cada vez mayor la participación de la estructura de inteligencia y seguridad nacional civil y militar americana. Aunque todavía no aparecen los primeros indicios de los planes de expansión de técnicas de seguridad de estadounidenses, los medios americanos han regresado a colocar el narcotráfico como el eje de las relaciones bilaterales.
Después de 1969 y 1975, la crisis del narcotráfico y el crimen organizado estalló con el asesinato del columnista Manuel Buendía en 1984 y el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar en 1985. La presión estadounidense obligó al gobierno mexicano a poner atención en el desorden de seguridad en materia de narco, por las evidencias más que concretas de que las estructuras de seguridad mexicanas estaban ya al servicio de los capos de la droga.
A pesar de que es referencia muy concreta identificar a 1984-1985 como el punto de partida de la capacidad de organización política y social de los narcos y la configuración de bandas delictivas en modo de cárteles que controlaban el mercado, la estrategia de seguridad mexicana nunca definió objetivos concretos y el Cártel de Guadalajara de Miguel Ángel Félix Gallardo –conocido como el Padrino y hoy encarcelado de por vida– se multiplicó en diferentes bandas que desarrollaron una expansión violenta que llevó a la decisión en diciembre de 2006 de utilizar a las Fuerzas Armadas para enfrentar el problema de los cárteles como un asunto gravísimo de seguridad interior.
El aparato de seguridad mexicano venía de un funcionamiento como policía la política del régimen priista y no pasó por ninguna reconfiguración de funciones, lo que permitió que las policías federales, estatales y municipales comenzaran a administrar algunas de las principales bandas dedicadas al narco, sobresaliendo el caso muy específico de las credenciales de la Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación que en 1985 servían como identificación con nombres falsos a algunos de los capos de la droga, con el caso muy concreto de la credencial que tenía en su poder con su foto y otro nombre el todavía vigente Rafael Caro Quintero.
Con más de 50 años como problema creciente de la droga y los cárteles en México, en la actualidad la estructura del crimen organizado que gira en torno al tráfico de estupefacientes es muy sólida y con poderío económico para seguir corrompiendo a las autoridades. La acusación de la Fiscalía estadounidense contra Genaro García Luna prefiguró la capacidad de corrupción de los capos al distribuir millones de dólares como sobornos a narcos y a cierta prensa, aunque con la circunstancia agravante de que las acusaciones estarían en la lógica del sistema penal americano donde se pueden conseguir sentencias sin aportaciones contundentes de pruebas.
Más que una acusación que desde luego involucraría a los gobiernos federales desde Díaz Ordaz hasta el actual de López Obrador, las estrategias de seguridad gubernamentales han sido insuficientes para contener y desensamblar la estructura de poder político del crimen organizado que ha capturado instituciones gubernamentales, cuerpos de seguridad, medios de comunicación y estructuras del Estado.
Ahora mismo, el juicio contra García Luna se ha establecido en el ecosistema político mexicano solo en su vertiente de desprestigio de los gobiernos priístas, panistas y morenistas, sin que se vea con claridad algún proyecto muy concreto para desarticular el poder político y social de los narcos que es producto de los miles de millones de dólares que quién era el tráfico de drogas y algunas actividades asociadas.
La estructura criminal del narco tiene que ver con ineficacia policiaca, las dudas sobre la honestidad de los jueces y ministerios públicos, la falta de control gubernamental sobre las prisiones, la carencia de leyes para endurecer la presencia y actividad de las bandas criminales, la corrupción e ineficacia de las policías estatales y municipales y las restricciones a la Guardia Nacional y a las Fuerzas Armadas para lanzar operativos ofensivos contra las zonas territoriales en poder del crimen organizado.
El problema del narco en México no se resume en García Luna –sea culpable o no-culpable, según la jerga estadounidense–, sino que apenas lo presenta como la punta del iceberg de la existencia en México de un narcoestado.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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