Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Por Carlos Ramírez
En asuntos cotidianos suele resumirse la relación sado-masoquista de manera muy sencilla y explicativa: el masoquista le pide a la pareja que lo golpee y el sádico contesta que no.
De esta manera se puede ilustrar la relación histórica, ya bicentenaria, entre México y Estados Unidos, el primero con una independencia posterior a la americana y el segundo con una revolución a finales del siglo XVII, pero los dos con una frontera común de más de 3,000 km que nunca ha podido gestionarse y que ha quedado simplemente en una tierra de nadie, aunque en los últimos tiempos el control de esa franja binacional territorial ha estado en manos del crimen organizado y de las agencias y funcionarios de ambos países que operan en diferentes grados de corrupción.
México sea atrincherado en lo que el politólogo experto en relaciones bilaterales Lorenzo Meyer ha formalizado como “nacionalismo defensivo», es decir, el ejercicio de decisiones en función de intereses nacionales, pero sin estrategias ni tácticas y sin una definición de seguridad nacional; los intereses nacionales de México se enarbolan no por cuestiones de convicción, sino solo como una forma de construir escudos políticos frente al expansionismo absorbente del gigante estadounidense.
Estados Unidos, a su vez, no ha podido construir una lógica de intereses nacionales que parta del entendimiento de México como nación independiente en lo soberano, pero dependiente en todo lo demás. A lo largo de la época posrevolucionaria del siglo XX, Washington se negó a entender la lógica nacionalista de México y prefirió entenderse con el PRI, dándole a este partido todo el apoyo para que representara cuando menos los intereses de convivencia bilateral. Este arreglo –que no pacto de convivencia— funcionó en tanto que Estados Unidos operaba como representante del capitalismo con el cual estaban identificados todos los países al sur del río Bravo y cuando Washington estaba más preocupado por la estabilidad europea, la coexistencia con la entonces Unión Soviética y China y por la disputa por el petróleo árabe.
A lo largo del último cuarto del siglo XX, Estados Unidos decidió hacer un esfuerzo por absorber de manera más profunda a México, pero se encontró con sentimientos nacionalistas más locales que antiestadounidenses y el recuerdo perenne del conflicto histórico de 1847 cuando Estados Unidos invadió México y le quitó la mitad de su territorio. Después del intento frustrado de Reagan de absorber a México, los presidentes de Estados Unidos concluyeron por fin que era preferible un entendimiento con México y entonces abrieron la puerta del Tratado de Comercio Libre para una subordinación vía la absorción de la precaria economía mexicana, pero numerosa en mercado de consumo y desde luego con salarios precarios que abarataban el costo de la producción.
Bien que mal, el entendimiento entre los dos países funcionó con el Tratado suscrito por el presidente Carlos Salinas de Gortari, inclusive pagando su cuota de sometimiento de la soberanía geopolítica de México a los intereses imperiales estadounidenses, aunque coincidiendo una circunstancia del fin del bloque soviético y la amenaza marxista controlada en Cuba por un acuerdo vigente de la crisis de los misiles de 1962 por medio del cual Estados Unidos se comprometió a no invadir Cuba ni apoyar a ningún otro país que quisiera hacerlo.
Este entendimiento de circunstancias se rompió en 2016 con la decisión del candidato republicano Donald Trump de posicionar la agenda mexicana en materia de frontera, narcotráfico, seguridad nacional y migración como el tema de su campaña y por lo tanto como la principal agenda de gobierno después de su victoria. Pero en el fondo, Trump nunca tuvo un planteamiento integral de nuevas relaciones con México y solo buscó la subordinación adicional mexicana a los nuevos intereses de recomposición del capitalismo estadounidense, aunque a costa de sobresaltar por el grado de discurso agresivo las precarias relaciones entre las dos naciones.
El presidente Biden quedó atrapado entre su deseo de no confrontar a México para no generar condiciones de crisis económica que se tradujera el mayor migración mexicana ilegal hacia Estados Unidos y la necesidad de intentar cuando menos posicionar la agenda de los temas de migración y narcotráfico, este último en grado ya de emergencia nacional por incremento en el consumo de drogas sintéticas provenientes de México, sobre todo el fentanilo, que el año pasado produjo más de 120,000 muertos por sobredosis.
De manera no tan sorpresiva, el expresidente Trump volvió a pasar a la ofensiva: justo el día de las elecciones pasadas en EU y en el escenario de iniciar su posicionamiento como candidato presidencial republicano para las elecciones del 2024, Trump revivió su viejo discurso agresivo contra México y anunció que sellaría la frontera si ganaba las elecciones, una variante no muy radical del discurso de campaña de 2016 que le ganó muchos votos en las comunidades americanas preocupadas por los flujos ilegales de mexicanos y sudamericanos.
Al margen de estos escarceos frecuentes casi cada dos años –en las elecciones presidenciales y en las de medio término en EU–, México sigue sin definir una estrategia de seguridad nacional para una convivencia que tuviera cuando menos iniciativas mexicanas, y al final de cuentas, propuestas como el Diálogo de Alto Nivel en seguridad o el Entendimiento Bicentenario en realidad responden a los intereses de Estados Unidos y no de los mexicanos.
El primer saldo que interesa a México sobre el resultado de las elecciones legislativas y estatales en Estados Unidos el pasado martes 8 de noviembre es el que se refiere a que México volverá a ser un punto importante en la definición de la campaña presidencial estadounidense de 2024 y de muchas maneras se convertirá también en un tema fundamental de la sucesión presidencial mexicana en el mismo año de 2024.
Pero en lugar de relaciones estratégicas de seguridad nacional, México y Estados Unidos seguirán moviéndose en la lógica de la relación sado-masoquista.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
El contenido de esta columna es responsabilidad exclusiva del columnista y no de la publicación.