En esta semana, durante un nuevo enfrentamiento de posiciones entre la promoción del aborto y la defensa de la vida, un sacerdote se acercó a activistas proaborto para establecer un diálogo. El ministro creyó que las jóvenes tendrían interés de explicar los argumentos tras sus repetidas consignas, pero las interpeladas no quisieron ni dialogar. Al final explicaron que el ministro de culto nada tenía que aportar a la lucha que aquellas emprenden; dijeron, eso sí, que la Iglesia y sus sacerdotes debían primero atender los casos de abuso y pederastia.

Ante todo, coincido plenamente. Los casos de abuso sexual cometidos por ministros de culto exigen una atención más que prioritaria, urgente. Todavía más, la prevención de cualquier tipo de abuso contra menores o personas vulnerables dentro de instituciones o recintos religiosos debe ser una tarea obligatoria y transversal para toda la organización.

Nadie en sus cabales contravendría a la activista; sin embargo, sí es preciso acotar un par de reflexiones: La cerrazón al diálogo sólo genera más debilidad argumentativa, radicaliza en grado de fanatismo las ideologías abrazadas desde el prejuicio y la ignorancia.

Y, en segundo lugar: La Fundación Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo (ANAR) publicó en recientes fechas el perfil de los agresores sexuales de menores. No sorprende que el 80.8% de los abusadores pertenezcan al círculo de confianza del menor; pero sí que el primer perfil agresor (23.3%) sea el propio padre y después compañeros, amigos, tíos y parejas de la madre.

Los datos de la fundación también ayudan a poner en perspectiva que, a pesar del gran estigma social con el que han cargado los ministros de culto, apenas el 0.2% de los casos de abuso son perpetrados por sacerdotes bajo el perfil realizado por la ANAR. No debería existir uno solo, es verdad; pero debe inquietar que mientras los religiosos y en especial la Iglesia católica son los principales señalados mediática y culturalmente como perpetradores de abusos contra menores, los casos de abuso de este sector son menores que incluso los realizados por profesores (3.7), vecinos (1.0), madrastras (0.3) y hasta la abuela (0.3).

Cada caso, de los miles de abusos cometidos por ministros católicos contra menores, es una historia dolorosa y terrible, indignante y vergonzosa. Y si algo ha ayudado a que, finalmente después de décadas de silencio, prácticamente toda organización católica reconozca hoy sus propias debilidades y busque erradicar este mal entre sus muros y miembros, ha sido el escándalo.

La dolorosa publicación de casos, el seguimiento e investigación mediática y la presión de la indignación social informada por la prensa y los periodistas han sido los arietes con los que se ha vencido el orgullo institucional para que se emprendan proyectos de profundo calado y transformación dentro de la Iglesia católica. Esfuerzos que van desde la casi imposible autocrítica hasta la creación de regulaciones, mecanismos e instancias que ya se ven en muchos rincones de la Iglesia. Esfuerzos que, dolorosamente, no se ven en ninguna otra organización, institución o autoridad social.

Es decir, quizá el estigma tan terrible –injusto como dicen las cifras– sobre la Iglesia católica respecto al abuso sexual de menores ha sido uno de los principales detonantes para que esta institución y muchas de sus organizaciones realmente se aboquen a atender estos casos de lesa naturaleza humana. Lo cual es positivo, aunque también se corre el riesgo de impedir la esperanza de mejoría. Quizá este sentimiento orilló a un sacerdote católico esta semana en Colonia (Alemania) a quitarse la vida después de ser suspendido de su capellanía por acusaciones de presunto abuso sexual.

Es decir, hay algo legítimo en las causas de la lucha en esos colectivos que se mal identifican como ‘feministas’; en el fondo es natural que haya indignación ante la muerte, el abuso, el maltrato o la manipulación de las mujeres, máxime cuando dichas acciones son perpetradas y protegidas por un sistema cultural. El estigma sobre las mujeres, por su opinión o sus actos, es una carga histórica que requiere ir cambiando. Ese estigma, se combate como lo ha intentado la Iglesia católica alrededor del mundo, con trabajo que jamás había realizado para atender víctimas que había invisibilizado; la otra ruta es el suicidio, la insoportable pérdida de sentido.

Aquellas activistas, de consigna fácil y cerrazón al diálogo, ¿hacía qué derrotero encaminarán su lucha?

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe