Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
En el debate político sobre el ejercicio del poder la necesidad de instituciones eficientes debe pasar a un tercer plano. ¿Por qué? porque lo que está sobre la mesa no es el cómo se gobierna sino quién gobierna, así de claro como se lo plantearon Platón en la República y Aristóteles en la Política.
Hoy vivimos bajo tres paradigmas encontrados y antitéticos: el paradigma soberanista, el paradigma de eficiencia institucional y el paradigma neohumanista racional. Para un soberanista el poder es una potestad social que tiene un origen y bajo este origen es que se gobierna, si el poder lo tiene el pueblo hablamos de una Democracia, si lo tiene una persona hay una monarquía y si lo tiene un grupo selecto estamos en una aristocracia. Para un eficientista el poder se subordina a las necesidades de la economía y por tanto la política declina en su mando social y se pone al servicio del mercado, por ello las instituciones deben ser conducidas por expertos y no por políticos, instaurando así a la Tecnocracia como forma superior de gobierno. Finalmente, los neohumanistas sostienen, como sus abuelos humanistas Suarez y Vitoria, que el poder está en unos derechos innatos al espíritu humano y que estos derechos gobiernan a las sociedades por encima de toda regla jurídica constituida políticamente; las reglas superiores están pactadas internacionalmente desde la validez internacional de tratados en derechos humanos sancionados por jueces impolutos y sabios, un neoplatonismo donde los filósofos se transmutan en jueces.
¡Fuera máscaras! quienes sostienen los postulados de la eficiencia y del neohumanismo no se pueden sustentar como demócratas, pues unos son partidarios de la tecnocracia y otros de la iurecracia, sistemas para los cuales la voluntad política no sólo es inconveniente sino perniciosa. Contra estas dos corrientes preexiste la convicción ideológica de la Democracia, porque la Democracia es la forma de gobierno que frente a los autoritarismos del siglo XX mostró la gran virtud de descentralizar el poder al aceptar la idea liberal clásica de la división de poderes y el sufragio universal del que no eran partidarios los padres del liberalismo Locke y Adam Schmitt. El sufragio universal es una creación socialista como lo evidencia el movimiento cartista inglés. Así, los bien portados tecnócratas y iurócratas se visten de demócratas y acusan a los soberanistas demócratas de populistas y autoritarios.
Sin embargo, la Constitución manda les guste o no a tecnócratas y iurócratas, la soberanía existe constitucionalmente y manda legalmente: todo acto de gobierno es un acto de soberanía y especialmente de soberanía popular tal como está determinada en el artículo 39 de nuestra Constitución federal. Por ello lo que está en juego no es si los jueces deben o no ser votados por los ciudadanos, pues esté, les guste o no a tecnócratas y iurócratas, es el Derecho Político fundante de todos los derechos políticos. Ser ciudadano de una Democracia consiste en esencia en ser parte de la voluntad general (Rousseau) que en el sufragio universal ve su realización, es decir el hacerse en la realidad.
Lo que está en juego, debajo del análisis de la representatividad y la representación política como pilares de toda democracia, es el cómo votar a los miembros del Poder Judicial, que realizan actos de soberanía: toda sentencia judicial es un acto de soberanía sustentado en una Ley constituida políticamente y no una expresión racional metafísica.
Se debe votar al Poder Judicial porque todo poder público en una Democracia ha de estar sustentado en la soberanía popular, ergo el dilema es cómo se debe votar a los miembros de un poder que por la naturaleza de su ejercicio requieren de un conocimiento específico: el conocimiento jurídico.
Tres métodos electorales están a la vista, dos de Democracia representativa y uno de Democracia directa: voto directo, voto indirecto y voto plebiscitario. Para el caso de la elección de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, en cuya designación intervienen el Poder Ejecutivo -como proponente- y el Senado de la República -como designador mediante voto calificado-, la reforma trascendente debiera transitar a la elección de ministros, sin la intervención del Poder Ejecutivo, bajo tres principios: profesionalización, certificación y representación democrática. En el primero la exigencia de ser juristas acreditados tanto en la academia como en la experiencia; para el segundo, la apertura a concurso nacional de oposición del puesto de ministro de la corte mediante un examen en el que el concursante demuestre tener excelencia en Filosofía del Derecho, Jurisprudencia Analítica, Derecho Constitucional, Interpretación y Argumentación Jurídicas, Historia del Derecho, Derecho Comparado y Teoría del
Estado; finalmente el tercer principio, el de representación democrática, descartaría a la elección directa dentro del sistema de partidos políticos y la elección indirecta mediante electores calificados y votados por sufragio universal, optando por el sistema de ratificación plebiscitaría por períodos de doce años y votados en las elecciones generales para presidente de la República y Congreso de la Unión.
El siguiente órgano del Poder Judicial a reformar debiera ser el Consejo de la Judicatura Federal, mediante el mismo método y los mismos principios, bajo la variante de que sus integrantes no debieran ser jueces, magistrados o ministros sino expertos en Administración Pública y en gestión institucional.
Van ahí estos argumentos con evidente sustento para afirmar que si es posible hacer que el Demos elija a su Poder Judicial sin la intervención de los partidos políticos y con el expertis intelectual que se requiere para ser ministro de la Corte o consejero de la Judicatura.