Estamos en problemas. Las voces polarizantes, alarmistas, extremistas e ignorantes que alguna vez existieron al margen de la convivencia ideal en una sociedad, que eran censuradas por la razón y la templanza, ahora protagonizan y ocupan el centro de prácticamente todas las dinámicas sociales y culturales.

No es todo, estas extravagancias son las que garantizan más éxito en los nuevos espacios de diálogo social (basta leer las necedades de los ‘influencers’ en redes sociales). Estas voces de escándalo son quienes influyen en muchos individuos necesitados de verificar sus obsesiones; son los que detonan o distraen la conversación pública, los que imponen el tono (y el nivel) de la discusión. Son los que han sustituido (no fue tan difícil, lamentablemente) a los profesionales de los medios de comunicación con vociferaciones a las que llaman ‘asertividad’ cuando son simple ignorancia pendenciera.

El fenómeno no es nuevo, desde siempre se ha estudiado porque las sociedades -decía Bertrand Russell- suelen quedar atrapadas entre la seguridad absoluta de los zafios y la duda permanente de los pensantes. El viejo oscurantismo del insensato no ha desaparecido, sólo ha mudado de preocupaciones y de voceros (de la mano de los antivacunas y sus fantasías de conspiraciones revivió el sarampión en pleno siglo XXI).

Por el contrario, quienes no viven en la absoluta certeza de sus juicios o prejuicios se encuentran desconcertados; quienes dedican un segundo para respirar, para tomar distancia de los conflictos y las coyunturas, para hacer acopio de ciencia y discernimiento para opinar o formar, ya no encuentran oportunidad para ofrecer sus reflexiones porque bien ya se ha inundado de chillidos histéricos la conversación social o ya hay otra emergencia que ocupa las preocupaciones de las audiencias.

El resultado: una sociedad que premia y visibiliza a aquellos que alimentan la ansiedad, el alarmismo, las catástrofes o los milagros encapsulados y las soluciones inmediatas. Una cultura que privilegia la rapidez, pero no la claridad; la idea, pero no la realidad; el conflicto, pero no la búsqueda de conciliación. Vivimos hoy con más temores que los que tenían nuestros antepasados; nos da miedo nuestro cautiverio y, al mismo tiempo, la libertad del prójimo; nuestra inmovilidad y la inmigración; las dictaduras y las democracias; la interdependencia y las soberanías; las élites y los marginados.

Todo esto se debe a que el discurso público contemporáneo fomenta la tensión. Cada vez se hace más exótico encontrar a algún líder político pedir y actuar con prudencia, fomentar la tranquilidad, practicar la mesura o reconocer coincidencias. Hoy, provocar y polemizar están en la base de toda receta de agenda social.

El éxito está hoy garantizado para los nefastos protagonistas de esta polarización de certezas y prejuicios, allí es donde están las ganancias, donde se construye y divulga contenido falso, donde se manipulan los flujos de información para obtener lucro político. La mercadotecnia de ‘emociones’ inunda las estrategias políticas; los avances de estrategias en segmentación psicográfica para sembrar miedo donde había preguntas, ira donde había indignación o desprecio donde había desconocimiento marcan la pauta de las campañas de ‘comunicación’. No caen en cuenta que al apelar al cerebro primitivo de la ciudadanía han encumbrado las actitudes primitivas de los ciudadanos.

Y ya estados en ello, somos más vulnerables a la provocación. No importa cómo nos estimulen, bajo qué excusa llamen a nuestra puerta, sentimos que nos han desafiado a responder, a reaccionar, a gritar hasta la ignominia nuestras certezas y nuestros prejuicios. Por eso estamos en problemas. Quizá sea un buen momento para detenernos y mirarnos en un espejo, no importa qué bandera, disfraz o color llevemos en nuestras luchas, pensemos un segundo: ¿Cómo fue que llegamos hasta aquí?

*Director VCNoticias.com

@monroyfelipe