La suerte de Cuitláhuac, el indeseable
El país a una dinámica política de guerra, propia de las posturas maximalistas. Las ha habido de izquierda y de derecha, en México y en todo el mundo, incluso en países democráticos. No se trata de la disputa por el voto y de la estrategia de polarizar para ganar la elección; no, se trata de una lucha permanente, dramática en sus resultados cuando se hace desde el poder.
La democracia está bajo amenaza por la lógica de guerra, porque niega la coexistencia, repudia la moderación y porque ve en el entendimiento o acuerdo claudicación. Como toda guerra, se trata de vencer, de acabar con el enemigo. Es el tránsito de la diferencia al antagonismo. La diferencia permite la coexistencia de la diversidad; una relación antagónica significa considerar al otro la negación propia, y debe aniquilarse, destruirse o dejarse en su mínima expresión. La mentalidad de guerra es la enfermedad de las democracias. Se apodera de los sentimientos de la sociedad y es aprovechada por quienes detentan el poder. Su abrumadora presencia inhibe a los factores que contribuyen a la moderación. Callan algunos y otros se suman.
Disentir adquiere un elevado costo y en medio de la polarización suele ser castigado con severidad. En la guerra no necesariamente hay enfrentamiento. La más de las veces, como sucede en México, ni siquiera hay adversario o contendiente auténtico. Por eso se hizo del poder con rapidez, no por ganar elecciones, sino porque la victoria mayor fue sumar antes las adhesiones populares a partir del descontento con el orden de cosas. Sin embargo, los supuestos enemigos poderosos ahora están con el régimen. No es nuevo, la debacle de las democracias parlamentarias de hace casi un siglo dio lugar a las peores experiencias totalitarias. El exterminio es su expresión, su antesala es el deterioro de las libertades y la devoción popular por el líder fuerte y la disciplina ciega en la organización política que le sirve.
En tiempos de modernidad las libertades cobran cauce a través de las empresas mediáticas y su impacto se degrada porque la visión de los propietarios no siempre concilia con el ejercicio de la libertad de expresión como escrutinio al poder. Allí están los casos del Washington Post o del LA Times. Aquí la autocensura adquiere carta de naturalización, que no afectaría tanto si una puerta se cerrara y abriera otra. Sí hay afectación si las voces críticas o independientes ven disminuida su presencia en el debate público o en la formación de opinión. Lo que ocurre en la red no da para mucho porque las verdades encontradas proliferan, al igual que las mentiras y el engaño, orgánicas y orquestadas que dejan sin capacidad al gran público para discernir sobre la realidad. La red sirve y obstruye, construye y destruye, avala y aniquila, informa y engaña. No es terreno neutral, también allí se dirimen batallas. Lo relevante es que impere la libertad.