Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Fue Sigmund Freud quien llegó a afirmar que la principal característica de la humanidad es su “cruel agresividad” y que, con terrible pesimismo, veía a la raza humana como una “bestia salvaje que ni siquiera es capaz de respetar a los miembros de su propia especie”.
No todos estarán completamente de acuerdo con el erudito porque es claro que el ser humano es capaz de actos conmovedores de ternura, entrega y sacrificio; y, sin embargo, ciertamente parece que presenciamos más actos de violencia en lugar de actos de compasión, parece que vivimos siempre en conflicto y que jamás alcanzamos consenso, parece que la tragedia se ha estancado en un ciclo perpetuo en nuestra sociedad.
La guerra, los conflictos, la destrucción, las obsesiones pendencieras, las traiciones, la mentira y la maledicencia; en fin: el crudo rostro de la violencia, la maldad y el abuso parece omnipresente en nuestra vida cotidiana, especialmente en los medios de comunicación; y eso claramente produce un ánimo social tan cínico como desesperanzado.
De este modo, los ciudadanos –suspicaces y egoístas– custodian lo único que creen necesario: sus bienes, sus privilegios y sus intereses; ni siquiera a sí mismos. Y, por si no pareciera suficientemente trágico, la sociedad –coinciden varios filósofos– custodia hoy sólo bienes muertos o artificiales (el dinero, la mercancía, los objetos sintéticos, el prestigio, el éxito, los títulos) o artefactos sin vida aparentemente imprescindibles.
En este contexto resulta realmente inusitado encontrar alguna historia de ternura o sacrificio, de auténtica entrega reivindicada por una ‘verdad trascendente’. No es que no existan, porque a pesar de la presión del ambiente siempre hay destellos de humanidad; simplemente parecen no estar, ni en los medios ni en la conversación cotidiana. Quizá la razón de esto es que tales historias no ‘se consumen’ o no en la categoría de consumismo de un producto o una mercancía (hoy todas las plataformas, todas las redes sociales digitales reducen a las comunicaciones culturales mediatizadas a simple mercadería). Aquellas historias, sin embargo, se ‘experimentan’, se viven en el intento, en la aventura, en el riesgo de ser traspasados por ellas y, al mismo tiempo, de ser transformados. Son historias que literalmente ‘se ponen en común’, se comunican y comparten del modo más simple: con un encuentro, en una escucha, en un relato y con una mirada. Una mirada hacia el corazón de la humanidad pero también hacia la trascendencia del espíritu.
En esta semana, se realiza en Guadalajara, una importante cumbre anual de comunicadores y servidores de la comunicación. Después de dos años de ser suspendido este encuentro presencial de líderes y responsables de comunicación de todos los rincones de la Iglesia católica mexicana, este 2022 los artífices de la comunicación social eclesial comparten experiencias amargas y felices respecto a la tarea de llevar historias de amor y sacrificio en medio de un contexto adverso y cruel (la guerra, la pandemia) pero también rebasados por una cultura que ha vaciado el sentido a la trascendencia.
En la ceremonia de apertura, el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López, instó a los comunicadores a eludir las estratagemas de conflicto (“Ni lovers, ni haters; estamos llamados a construir unidad”, les dijo); pero además señaló la importancia de una dimensión de la comunicación en estos días olvidada: la posibilidad de llevar alegría, esperanza y una mirada a lo trascendente.
San Isidoro de Sevilla apuntó que quien es alegre, “habla como si tuviera alas”; y para Vaclav Havel, “la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar su resultado final”.
Lo trascendente, sin embargo, es ciertamente más difícil de explicar pero siempre está vinculado a una mirada que no se agota en el horizonte ni de la tierra ni del tiempo, y a una contemplación que surge del corazón y apunta a la belleza y a los confines del universo. Kobayashi Issa lo intenta explicar de esta manera: “En este mundo caminamos, / sobre la cornisa del infierno, / contemplando flores”; y el poeta persa Hafiz también dice: “Un corazón despierto es como un cielo despejado que derrama luz”. Ambos poetas, sin decirlo, intuyen que, hacia la luz y hacia las flores, hay una decisión, hay un acto de voluntad.
Sólo así, esta bestia humana, salvaje, egoísta y depredadora en su consumo, sumida en el conflicto y en la persecución de gratificaciones inmediatas, tendrá capacidad de trascendencia; sólo hablando desde el corazón, escuchando desde el corazón, encontrándose con el otro (con lo otro), auténticamente, allí donde está, así tal cual está, podrá sentir esa sana ilusión de lo trascendente.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe