Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Los partidos de siempre han sido impopulares. No así para quienes en ellos militan o se adhieren. Es muy difícil entender la democracia como la suma de parcialidades y que una o varias de éstas en coalición, a partir del voto se vuelvan fuerza gobernante. Así es en la democracia, no en el autoritarismo, donde es común que una fuerza política se asuma con mandato histórico, revolucionario o popular y a partir de ello su pretensión vaya más allá de prevalecer en la elección y trate de ganar el poder anulando a los demás con un sentido de mandato trascendente, es decir, de quedarse indefinidamente.
Los partidos son rechazados por la mayoría de los ciudadanos, también hay proyectos políticos que repudian al sistema de representación en fundado en partidos; los populistas o autoritarios son claro ejemplo. No aceptan la coexistencia de la pluralidad y a partir del sentido de superioridad del proyecto propio niegan el derecho de existencia de los demás. El problema es que el rechazo no se limita a la política partidaria, sino a los contrapesos y el escrutinio al poder, por ello mismo buscan someter a todas las fuerzas sociales que pueden condicionar su ejercicio de la autoridad y todavía peor, el sistema institucional de contrapesos y rendición de cuentas.
En México la democracia es un logro reciente. Sin momento fundacional, sin héroes ni rupturas. El gradualismo implicó que muchos vicios del autoritarismo subsistieran bajo la epidermis de la pluralidad y la alternancia del poder. Cuando en 2018 un proyecto político autoritario ganó con mayoría legislativa se reactivó el regreso al punto de partida, incluso más allá de su antecedente. El país padece el obradorismo en términos de diseño autoritario, que trasciende por mucho al régimen del presidencialismo dominante.
Frente a la amenaza del proyecto autoritario fuerzas políticas de la oposición resolvieron crear un frente común en 2021. La actuación política de los opositores en el Congreso ha tenido altas y bajas, pero ha servido para la contención del proyecto autoritario. Importante fue la movilización social para repudiar la decisión del régimen de minar la independencia y autonomía del INE; más aún el voto de legisladores que impidieron que la iniciativa presidencial prosperara, aunado al criterio de la Corte que hizo nugatorio el intento de legislar en contra de la Constitución.
Ahora, en otro caso emblemático de contención al abuso del poder, los legisladores locales opositores de la CDMX pudieron contener que la fiscal Ernestina Godoy se viera nombrada por un periodo adicional. Su rechazo era obligado no por razones partidistas; el balance de su desempeño desmerece la continuidad, además de incurrir en faltas de plagio y, eventualmente, en delitos graves al hacer uso político de la justicia penal y el probado espionaje telefónico a correligionarios y adversarios políticos.
Otro caso de resistencia partidista al abuso del poder ocurrió recientemente en Nuevo León con un gobernador alentado por López Obrador para imponer ilegalmente su voluntad al pretender hacer nugatoria la atribución del Congreso para designar gobernador interino. Al igual que en el Congreso de la Ciudad de México se intimidó a legisladores con recursos ilegales de autoridad. La cohesión partidista prevaleció, y con una resolución de la Suprema Corte de Justicia, la legislatura local revindicó su derecho a nombrar al sustituto, con la consecuente declinación de Samuel García para seguir en la contienda por la presidencia de la república.
Los partidos, indeseables en el imaginario popular, son indispensables en la funcionalidad de la democracia representativa. Es cierto que en México los privilegios de que gozan no han sido correspondidos por sus dirigentes en la calidad del debate ni en la democratización de sus procesos internos, porque las reformas las realizan los mismos partidos y a pesar de su diversidad todos convergen en ratificar prácticas que configuran una partidocracia.
La elección de 2024 revela muchas insuficiencias del marco legal, acompañado por el deterioro institucional del Tribunal Electoral y del INE. El futuro llama por una nueva reforma; no la que pretende el régimen que anula la independencia, la estricta legalidad y el profesionalismo en los órganos electorales, sino aquella que reivindique al ciudadano como el actor central del proceso democrático y de la representación política.