Libros de ayer y hoy
La batalla por el dominio y la exclusiva validación del lenguaje o de las ‘formalidades’ idiomáticas en la sociedad es un vasto y complejísimo fenómeno que hunde sus raíces en diferentes momentos históricos y culturales de la humanidad. Y, si bien muchos de aquellos ‘momentos’ se han acrisolado en el pasado no podemos sustraernos de la posibilidad de que nuestro ‘ahora’ es el ayer del mañana.
Parece una verdad de Perogrullo; sin embargo, no tener esto en mente nos puede obnubilar la mirada u obscurecer el horizonte sobre las características ontológicas del lenguaje que no es sino un complejo sistema adaptativo de uso dinámico. Comencemos indicando que el lenguaje sirve para que diversos agentes en una comunidad actúen recíprocamente los unos sobre los otros; que es un sistema en permanente adaptación; que el comportamiento en su uso depende en buena medida de la percepción o motivación que puede dar sentido de comunidad al hablante; y, finalmente, que la estructuración de sus reglas emerge de los patrones en la experiencia, la interacción y la conceptualización de las ideas.
Dicho lo anterior, un lenguaje es tan incluyente o excluyente como los intereses de los interactuantes o las motivaciones de sus usuarios. Así, para ser ‘percibido’ de cierta manera en específicas comunidades y espacios de diálogo se elige un tipo de lenguaje (a veces incluso un tipo de lengua) y dicha elección está esencialmente ‘motivada’ por interés de precisión conceptual, de pertenencia o de privilegio excluyente.
Hoy nos parece sumamente lejana la época en que la lengua ‘necesaria’ para compartir, validar y contrastar el pensamiento científico e intelectual fue el latín culto; y no suele inquietarnos cómo fue que la lengua inglesa se erigió en el siglo XX como el idioma de contraste y diálogo universal. Aquella transición, sin embargo, se asimiló en un largo, dinámico y complejo proceso de validación del sistema de un nuevo lenguaje científico. De la percepción de la comunidad científica hacia las producciones en inglés tanto como los intereses de pertenencia que motivaron a nuevos creadores en dominar esta lengua y hacerse escuchar.
Este ejemplo es un caso extremo sobre cómo nuevas dinámicas de lenguaje pueden abrir caminos incluso a la transición de lenguas enteras en comunidades específicas. Y, sin embargo, estos procesos los vemos de manera cotidiana sin sorprendernos mucho. Como escribió Rubén Conde, hoy “ya no hacemos viajes en carretera, sino road trips”, como tampoco ‘arruinamos la trama’ sino que spoileamos productos; y así.
Hace medio siglo, por ejemplo, en la prensa mexicana -especialmente en las notas policiacas- se utilizaban cultismos hiperbólicos para hablar de prostitución. Si en los años ochenta se utilizaban eufemismos como ‘de la noche’, ‘de la vida galante’ para referirse en específico a las mujeres que ‘ejercían el más antiguo de los oficios’; en los años cincuenta se hablaba de ‘daifas’ o ‘hetairas’. El lenguaje cambió y volvió a hacerlo. En todo caso, aquel lenguaje en la prensa siempre se enfocó al tratamiento exclusivo de mujeres. Hoy hay toda una comunidad que reclama la injusticia en esa interacción, una comunidad cuya percepción de aquel lenguaje es negativa y una comunidad que tiene motivaciones para vivir bajo nuevos patrones de experiencia y conceptualización de ideas.
Y quizá a su nuevo lenguaje le denomine ‘inclusivo’; pero no olvidemos que tal lenguaje es un sistema complejo que juega entre motivaciones y percepciones, no entre justicias ni inclusiones. Insisto: el lenguaje es tan incluyente o excluyente como los intereses de los interactuantes o las motivaciones de sus usuarios.
Ha sido el escritor Juan Manuel de Prada quien explicó con claridad meridiana que la palabra ‘sororidad’, por ejemplo, es mucho más excluyente que ‘fraternidad’; porque la primera excluye al género masculino mientras que la segunda incluye a toda la diversidad de la raza humana.
Debemos reconocer quizá que, el lenguaje autodenominado ‘incluyente’ puede (y debe) auxiliar a que miembros de ‘cierta comunidad’ interactúen ‘recíprocamente los unos sobre los otros’ pero dicho lenguaje no obliga (y no debería forzar) a otra comunidad a interactuar en los mismos intereses o bajo las mismas motivaciones.
Así, mientras es positivo que existan personas con motivaciones de interacción legítima para comunicarse con otras personas cuya psique o percepción de interacción requiera cierto lenguaje; es absolutamente pernicioso que la percepción de interacción de unos obligue (por ley o presión) a otra comunidad cuyas motivaciones o percepciones de lenguaje no necesariamente compaginan.
Es decir, la verdadera riqueza del lenguaje se vive en la libertad de su expresión y en la acumulación de experiencias en diversas comunidades; y si la acumulación reiterada de dichas experiencias se torna en patrones de conceptos e interacciones, entonces tendremos nuevas reglas, un nuevo lenguaje estructurado. Hasta entonces, nuestro ‘ahora’ será un interesante pasado.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe