Libros de ayer y hoy
Que turbas incontroladas profanaran las efigies de Edward Colston en Bristol y de Su Graciosa Majestad Leopoldo II en Bruselas, no significa que los desenfrenos imperiales de la pérfida Albión o el genocidio de la casa real belga en el Congo vayan a ser colocados en el patíbulo del juicio histórico.
No señor. Tampoco creo que la ola de contrición que barre a la Europa pandémica por sus pecados coloniales amenace a la Civilización Occidental.
De ninguna manera estoy en las filas radicales. Mi estado de ánimo refleja el humor que nos asesta el maldito coronavirus y el apando al que nos confinó. Mi talante, como escribí en este mismo espacio poco ha, como el del león de Lugones:
Grave en la decadencia de su prez soberana, / sobrelleva la aleve clausura / de las rejas, / Y en el ocio reumático de sus garras ya viejas / la ignominia de un sordo lumbago lo amilana.
No me importa la súbita y culposa conciencia de que los hospitales, iglesias, escuelas y residencias para mendigos y ancianos que Edward Colston edificó en su ciudad natal hayan sido financiados con la sangre de los 80 mil esclavos que vendió al Nuevo Mundo.
No siento simpatía alguna por quienes hoy se retuercen las manos por las almas de las 15 millones de personas que fueron víctimas de la avaricia y la estupidez de Leopoldo II, cuyas hazañas fueron financiadas con el dinero mexicano de su hermana Carlota, nuestra “emperatriz”.
Ya hace 300 años el gran poeta de la Ilustración Juan de Iriarte se encargó de desvelar a los filisteos que medran con la falsa filantropía:
El señor don Juan de Robres, / con caridad sin igual, / hizo este santo hospital… / y también hizo los pobres.
Por fortuna hay temas de mayor relevancia en la vida de un columnista. No aludo a la casta sagrada de los analistas políticos, fauna integrada, con las excepciones de rigor, por individuos a quienes se puede aplicar la sentencia que alguna vez el Poeta asestó al Cronista, con mayúsculas en ambos casos puesto que hablo de ya-saben-quien: escribidores de ocurrencias, no de ideas.
Me refiero a la curiosidad intelectual, la capacidad de asombro, de gozo por las minucias del lenguaje y disfrute del conocimiento por el conocimiento mismo, lejos de lo solemne y lo pomposo.
Por ejemplo, soy de los que piensan que La familia Burrón es un espejo de los mexicanos y que Gabriel Vargas fue tanto o más sociólogo que Samuel Ramos.
Propuse semejante iconoclasia hace algunos años en El Nivel, aquel templo en donde Pancho Liguori repartió dones y epigramas y capitaneó a Los Nivelungos. Provoqué una conflagración y presto se me echó del ateneo.
A ciencia cierta no me explico qué sucedió. Un mentecato de cuyo nombre no me quiero acordar se inflamó cuando lo reté a que diera el nombre de la mamá de Foforito Cantarranas, hijo natural de don Susano y adoptivo de los Burrón… y respondió que la Divina Chuy. ¡Hágame usted el favor!
Grotesco. Foforito no tiene madre, nunca la tuvo. A Gabriel Vargas, el genial autor de la historieta, se le olvidó. Así como lo escucha. “Cuando me di cuenta ya habían pasado varios números y de plano no moví las cosas”, me dijo en una entrevista en el 2001.
¿A usted le parece un dato inútil? Cierto que no contribuye a la paz mundial ni alivia los niveles de ozono en la atmósfera, ni combate al coronavirus y menos atempera los arrestos del güero color mostaza que habita a orillas del Potomac.
Pero caray, no puede uno andar por la vida creyendo que el joven ayudante de “El Rizo de Oro” es hijo de aquella bailarina de dudosa fama y peor conducta. Es como disertar sobre los Burrón sin saber el nombre del perro de la familia o el apodo del hijo mayor. O sostener que Avelino Pilongano alguna vez trabajó.
Yo no creo que sea una necedad saber que el nombre completo del Pato Donald es “Donald Fauntleroy Duck”, que las jirafas se limpian las orejas con la lengua, que los delfines duermen con un ojo abierto, que el ojo de una avestruz es mayor que su cerebro, que los diestros en promedio viven nueve años más que los zurdos, que el músculo más poderoso del cuerpo humano es la lengua, que es imposible estornudar con los ojos abiertos, o que el “cuac” de un pato no produce eco.
De tarde en tarde este diletantismo intelectual arroja luz para entender hechos “serios”. Por ejemplo, si la industria aérea gringa ahorró miles de dólares con sólo eliminar una aceituna en cada ensalada servida a los pasajeros, ¿queda clara la importancia de ahorrar medio dólar en cada barril de petróleo aunque ello signifique invadir un país y la muerte de miles de soldados y civiles?
Es incalculable el dinero, el tiempo, la energía y el talento que se destinaron a la producción de las bombas atómicas que calcinaron a cientos de miles de seres humanos en Nagasaki e Hiroshima.
¿Por qué no haber domesticado esa energía en beneficio de la especie? Un kilogramo de masa así transformado equivaldría a 25 mil millones de horas kilovatio de electricidad. La energía contenida en una pasa es suficiente para abastecer durante un día a la ciudad de Nueva York.
Sí, la curiosidad intelectual es un virus que inocula conocimientos inútiles. ¿Ejemplos?
Millones de árboles son plantados accidentalmente por ardillas que entierran sus nueces y luego no recuerdan dónde quedaron. Así como la mala memoria de estos animalitos es una contribución directa a la oxigenación, la glotonería de los ratones voladores que conocemos como murciélagos permite la abundancia de frutas: hay semillas que primero tienen que pasar por el intestino de uno de estos quirópteros para germinar. Piénselo la próxima vez que le meta diente a un mango.
Comer una manzana es más eficaz que tomar un café para mantenerse despierto.
Nadie es capaz de tocarse el codo con la lengua.
La miel es el único alimento que no se descompone: las ofrendas de miel de las tumbas de los faraones podrían endulzar los jotquéis del desayuno de los arqueólogos.
De todo el helado que se vende en el mundo, un tercio es sabor vainilla.
La “j” es la única letra que no aparece en la tabla periódica de los elementos.
Una sola gota de aceite de motor puede contaminar 25 litros de agua potable.
Además del hombre, los únicos animales capaces de reconocerse en un espejo son los chimpancés y los delfines… y ciertos políticos.
Reír durante el día permite descansar mejor en la noche.
Espero haber demostrado uno de tantos peligros del encierro de la pandemia. Es todo.
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