Líneas Quadratín
Manuel Buendía, in memoriam
En recuerdo de Benjamín Wong Castañeda, de la estirpe de periodistas que dieron lustre a nuestra profesión.
Hace treinta y cinco años murió asesinado Manuel Buendía Tellezgirón.
El 30 de mayo de 1984 fue miércoles. Por la tarde, el autor de “Red Privada” -la columna cuyo nombre se hizo sinónimo de lo mejor de nuestro periodismo de análisis y reflexión- abandonó la oficina que rentaba en un viejo edificio de Insurgentes, a la altura de la Zona Rosa, en la ciudad de México. Se encaminó al estacionamiento público en donde guardaba su auto. Ahí, en la puerta, fue emboscado. Un sicario lo ultimó de cinco tiros por la espalda.
El día pardeaba. Vehículos y peatones congestionaban la principal avenida de la capital. El crimen, frente a testigos, fue en realidad una ejecución, una advertencia. Las fotografías del cadáver de Buendía sobre la acera dieron la vuelta al país y al mundo con un claro mensaje: en aquel México, tal era el fin que aguardaba a los practicantes de un periodismo crítico, analítico y, sobre todo, independiente.
Treinta y cinco años han transcurrido y mucha agua ha pasado bajo nuestros puentes. Hoy reconfirmamos que la muerte de Buendía fue ejemplar, pero no en el sentido en que quisieron sus asesinos. Un instante después de la primera oleada de dolor y miedo, en el periodismo mexicano se refrendó el compromiso con la libertad. Y conforme pasan los años, nuevas generaciones de periodistas encuentran en Manuel Buendía un ejemplo de ética, valentía y rigor profesional. Don Manuel sigue entre nosotros por la sencilla razón de que la esencia del periodismo en el que él creía sigue siendo la misma.
Recuerdo a Buendía de muchas formas. Su calidez y el sentido de humor con que engalanaba su trato. La solidaridad y el culto a la amistad. Su profunda convicción de estar transitando por el mejor de los caminos profesionales. Una vez escribió: “Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: Hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!”
Un hombre comprometido y eficaz. Un periodista preocupado por definir el oficio: “El periodismo no nos permite vivir de ‘lo que fue’, de ‘lo que el viento se llevó’. Al contrario: nos obliga a vivir para lo que es. Un periodista no puede permitir que sus amigos le organicen, como a un pintor, exposiciones retrospectivas.
“Tampoco podemos arrullarnos, como las viejas actrices, en la nostalgia del álbum fotográfico o en el recuerdo de aquellas marquesinas que bordaban nuestro nombre con foquitos de colores. Ni andamos por ahí como los veteranos de una guerra ya olvidada, luciendo antiguas condecoraciones y un atuendo pasado de moda.
“Los periodistas, como el combatiente sin relevo, vivimos y morimos con el uniforme de campaña puesto y el fusil humeante entre las manos.
“Dicho de otro modo menos melodramático: los militantes del periodismo -por vocación y por destino- tenemos que ser, aquí y ahora; y para nosotros ser significa publicar, hacernos oír, ya sea desde una gran cadena de periódicos, o en una modestísima revista provinciana y hasta en una simple hoja volandera.
Manuel Buendía fue asesinado seis meses después de publicado su libro La CIA en México. Mi ejemplar tiene una hermosa dedicatoria en la recia letra de su autor: “Para Miguel Ángel, cuyo afecto para mí se vuelve fortaleza de ánimo en la lucha cotidiana de un combatiente por México”.
Tres décadas y media después, don Manuel Buendía no descansa en paz. Su muerte clama justicia, pero su ejemplo nos sigue iluminando.
Cada año, en esta fecha, publico la misma columna. Sólo actualizo el tiempo transcurrido y añado alguna reflexión. Es la machacona esperanza de que algún día sabremos la verdad sobre el asesinato: quién tomó la decisión, quién organizó el operativo, quiénes consiguieron el arma, planearon la emboscada y jalaron el gatillo; quiénes protegieron –o eliminaron- a los pistoleros.
¿Los que han purgado condenas por el homicidio son realmente los responsables? Un juez así lo consideró y al parecer habría otros motivos para mantenerlos en prisión, aunque hoy viven en libertad ahogados en el desprestigio y la repulsión. El presunto autor material, así juzgado, niega su participación. El sentido común dice que el o los autores intelectuales escaparon a la justicia y que la muerte del periodista fue consecuencia de una conjura que nadie está en condiciones de desvelar.
Una constante de la historia es que los asesinatos políticos nunca se esclarecen del todo. Y los de los periodistas jamás, ni en el primer ni en el tercer mundo. Acá nos seguimos preguntando quién mató a Buendía en 1984. En Estados Unidos se siguen preguntando quién mató a George Polk en 1948. El cadáver de don Manuel quedó tendido a la vista de todos en la acera de una gran avenida; el de George apareció flotando en la bahía de Salónica. Ambos compartieron la animadversión, en paráfrasis de Vallejo, de los heraldos negros de la antidemocracia.
Es notable, pero nada asombrosa, la estupidez de quienes creen que mediante la eliminación de periodistas pueden protegerse a sí mismos o poner remedio al enojo, al desasosiego o a la inquietud social. Una y otra vez el resultado es, para ellos, contraproducente. Porque la memoria y la palabra no pueden ser asesinadas: Manuel Buendía se transformó en un símbolo cuando exhaló el último aliento, lo mismo que George Polk.
Ese símbolo es el del periodismo que sirve a la sociedad y no a quien se cree dueño del espacio en los diarios. Un día don Manuel escribió: “No entiendo un periodismo sin ideales. Ni el reporterismo, ni la entrevista, ni el reportaje, ni el artículo, ni la crónica, ni el editorial, ni mucho menos géneros de tan comprometido ejercicio como la columna, pueden llevarse a cabo sin un ideal ¿Cuál es ese ideal? Servir a nuestro país con los recursos del periodismo”.
En la historia encontramos ejemplos de esta forma de pensar. Walter Lippmann fue considerado el columnista más influyente en Estados Unidos durante más de 30 años. Hombre complejo, tenaz y brillante, tuvo, como Buendía, la conciencia de que su oficio estaba investido de la grave responsabilidad que da el foro público. Durante la dramática campaña presidencial estadounidense de 1940, al ser cuestionado sobre su posición política, tomó la oportunidad para una definición: “Los columnistas que se echan a cuestas la tarea de interpretar los hechos sociales no deben verse a sí mismos como personajes públicos frente a un electorado ante el cual son responsables”. Y en su columna Today and Tomorrow del New York Herald Tribune escribió:
“Mi postura es que escribo sobre asuntos sobre los cuales creo tener algo que decir, pero como persona no soy nadie de particular importancia. No soy un consejero áulico o un asesor general de la humanidad, y ni siquiera de aquellos que ocasional o frecuentemente leen lo que escribo. Éste es el código que sigo. Lo aprendí de Frank Cobb, quien durante el largo año de su agonía una y otra vez me aleccionó sobre el hecho de que más periodistas habían sido arruinados por la egolatría que por el licor. Y él había tenido la oportunidad de estudiar los efectos de ambas clases de intoxicación.
“El escritor individual no es un personaje público; o por lo menos no debería serlo. Tampoco es una institución ni el repositorio de la ‘influencia’ ni del ‘liderazgo’. Es un reportero y un comentarista que pone ante sus lectores sus hallazgos sobre los temas que ha estudiado y así deja las cosas. No puede abarcar el universo, y si comienza a imaginar que ha sido llamado a tal misión universal, pronto dirá menos y menos sobre más y más cosas hasta que finalmente comience a decir nada sobre todo”.
Hay hombres que forjan sus propias leyendas. En el periodismo de vez en cuando surgen figuras que rompen los moldes no como un reto, sino porque ello es parte misma de su naturaleza. Manuel Buendía fue de esa estirpe. Lo recordamos siempre.