Libros de ayer y hoy
Cine y propaganda
Parece que fue ayer, aunque hayan transcurrido ochenta y cinco años: cuando Lázaro Cárdenas se dirigía desde el Estadio Nacional al pueblo de México en la primera cadena nacional de radio, el cine mexicano tenía cuatro años de haber entrado a la era sonora, su etapa de pedagogía revolucionaria.
El país requería bases comunes, lazos colectivos. El cine y la radio se anticiparon a la televisión en esa tarea. En 1934 en los “precarios estudios nacionales” se produjeron 28 películas “cada vez con mejor fotografía, cada vez, también, más invadidas por aquellos ‘elementos artísticos’ que el moribundo teatro arrojaba de su exhausto y repetitivo seno”, según el mordaz jucio de Salvador Novo.
En 1938 el fondo cinematográfico era de 75 películas producidas. En 1939 Cárdenas decretó que en los cines se exhibiera por lo menos una película nacional al mes, lo que confirma por un lado el valor como instrumento cohesionador que se concedía desde entonces a ese medio y por otro la necesidad de poner un dique a las campañas de propaganda cinematográfica orquestadas por gringos, alemanes, ingleses y franceses en suelo mexicano.
Las potencias que pronto se enfrentarían en los campos de batalla tenían clara la enorme fuerza del cinematógrafo como medio de penetración cultural y fuente de divisas.
Al ascender Hitler al poder, una de sus primeras medidas fue revitalizar y fortalecer la industria cinematográfica alemana para competir con la de Estados Unidos. Se reorganizó la Universum Film Aktien Gesselschaft (ufa) y se extendieron sus redes de distribución.
El 2 de mayo de 1934, en plena campaña electoral de Lázaro Cárdenas, reapareció la ufa en México con una solemne premier presidida por el ministro de Alemania.
Al año siguiente, en 1935, de las 15 películas que en México lograron rebasar las dos semanas de permanencia en cartelera, seis fueron alemanas. Alemania tendía de nuevo su cerco de celuloide, en la afortunada frase de José Luis Ortiz Garza. La censura gubernamental se opuso a la utilización del cine mexicano como instrumento de cualquier denuncia, lo que explica, dijo Carlos Monsiváis, “que las cintas de temas revolucionarios (con excepciones como La rebelión de los colgados) no se molesten en aclarar causas del movimiento y lo asuman como empresa parecida a la Conquista del Oeste”.
En los treinta, añadió, “la intención del cine es pedagógica, para fortalecer la vigencia del movimiento armado de 1910 y los ideales, incumplidos en la realidad, a que dio lugar.
El cine no sustituye al folletón: elabora un relato donde el folletón es un precursor lejano, propicia la ficción de un pasado, de un organismo de tradiciones […]”, que, pese al impulso cardenista, opera como un refrendo de la moral porfiriana en donde quedan excluidas la política, la pobreza extrema, la crítica social y la sexualidad abierta.
En 1936, añade Monsiváis, México “devasta el mercado latinoamericano con Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes. Contra la reforma agraria cardenista se promulga una utopía azucarada. ¿Su repertorio? Un Edén aún intacto, la figura simpática y humana del hacendado, el gracioso servilismo de los peones, la ronda incansable de palenques y guitarras.
La hacienda porfiriana como eterno Rancho Grande”. El aparato de comunicación del cardenismo, llamado Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad, mejor conocido por sus siglas, dapp, le dio gran importancia al cine y tal como se hizo en el caso de la radio, se explotaron al máximo sus posibilidades mediante un marco legal que otorgaba al gobierno facultades estratégicas para su manejo y dirección.
El dapp tuvo facultades para dar una adecuada “orientación” a la industria. Como era de esperarse, en el ambiente de libertad de expresión que privó en el cardenismo —pese a las medidas de control— se dieron agrias disputas sobre la censura ejercida, destinada, uno supone, a salvaguardar la moral y los valores nacionales y a fomentar la unidad en torno al proyecto político del cardenismo.
Fue famosa la polémica entre Alejandro Galindo, el recio director de cine de la época de oro, y el no menos polémico Agustín Arroyo Ch., jefe del dapp y viejo político oficialista, en las páginas de la revista Hoy en junio de 1939.
“En el caso de nuestro cine, éste, movido por el temor de ver mutilado un filme o que se prohíba del todo su exhibición, víctima de imposiciones, trabas y barreras… tiene que recurrir a crear tipos, costumbres y ambientes falsos que, como tales, tienen el resultado lógico, justo y natural: el producir una obra árida, vacía, estúpida, porque no muestra nada, no persigue nada; es instrascendente”, escribió Galindo.
El dapp produjo 12 películas e inició 8 más de tipo educativo y documental, con versiones en español, inglés y francés. Se buscó la participación de cineastas y actores reconocidos con el fin de difundir el proyecto educativo y la campaña de unidad nacional, así como la defensa del indígena, a quien se trataba de incorporar a los planes culturales y económicos del régimen.
Este medio también se utilizó como registro y difusión de las actividades y logros del presidente Cárdenas. En la campaña de movilización que siguió al decreto expropiatorio del 18 de marzo, el dapp llevó a las salas cinematográficas del país cortos con títulos como 18 de marzo de 1938; El petróleo nacional; Petróleo: la fuerza de México; México y su petróleo y Nacionalización del petróleo.
Las producciones reseñan y exaltan la jornada expropiatoria mediante una técnica en boga aquellos años en el cine de propaganda estadounidense y europeo. Eran los días en que en Hollywood los realizadores se preguntaban: “¿Esta película ayudará a ganar la guerra?”, mientras que el camarada Lenin declaraba al cinematógrafo el arte más importante.
Puesto que la guerra total requiere de movilizaciones de masas, para los gobiernos democráticos es indispensable una maquinaria de propaganda para mantener la moral civil y militar. Y México, a su manera, había entrado en una guerra total, que sería de propaganda.
Así, las cámaras bisoñas del cine oficial parecieron seguir una ruta ya establecida: tomas amplias de las multitudes que se cierran en mantas y consignas; acercamiento a los rostros, en particular de los jóvenes; paneos lentos sobre símbolos nacionales como la Catedral Metropolitana o la bandera nacional y tomas de elementos que subrayan la fortaleza y el espíritu de lucha: las marchas en tierra y los aviones de la Fuerza Aérea en pases bajos sobre la multitud congregada en la explanada del Zócalo de la Ciudad de México para apoyar la expropiación.
Es el caso de Nacionalización del petróleo (17’ 30’’), dirigida por Gregorio Castillo y narrada por Manuel Bernal, en donde con una interesante edición de intercortes se exalta el patriotismo, la mexicanidad, la energía, la fortaleza y el liderazgo —esto último con planos aterrizados en la figura del general Lázaro Cárdenas— en momentos de grave peligro para la Patria.
De la misma manera que los aparatos de propaganda alemanes, estadounidenses e ingleses, el dapp recurrió a directores reconocidos y a voces identificadas en el imaginario popular para llevar un mensaje eficaz.
Castillo era un cineasta en ascenso (en los cuarenta dirigiría a María Félix) y Bernal, llamado “el más brillante locutor de la radiodifusión mexicana”, era un declamador que deleitaba noche a noche a los radioescuchas de la xew, La voz de América Latina desde México.
Las escenas de la manifestación del 23 de marzo filmadas por el dapp en el Zócalo de la capital de la República, frente al Palacio Nacional y a la Catedral Metropolitana, fueron utilizadas repetidamente durante el sexenio en las salas cinematográficas e incluso se colaron a la película Rosa Blanca (1961) de Roberto Gavaldón, basada en la novela homónima de Bruno Traven, sobre el caso de un hacendado de Veracruz a quien las petroleras mandan asesinar para apropiarse de sus tierras y abrir un campo petrolero.
Esta película estuvo prohibida once años: el régimen mexicano hasta fines del siglo pasado ejerció un control férreo sobre el cine es algo de sobra conocido. Se “estrenó” en 1972.