Ausencia de Estado
Amo y esclavo de la palabra
Durante los últimos veinte años de su vida, Winston Churchill fue aclamado como el más grande inglés de su tiempo y a su muerte el 24 de enero de 1965 a los 91 años de edad, millones de seres humanos lo evocaron en todos los rincones del mundo. Con su nombre se han bautizado desde buques de guerra hasta cigarrillos. Los libros sobre su vida colmarían bibliotecas, la televisión y el cine lo estelarizaron, los óleos y acuarelas que pintó siguen alcanzando precios astronómicos en las galerías más afamadas y sus frases han sido inscritas en recintos civiles y militares en todas las latitudes. Al cierre de este 2024 lo recordamos en el 150 aniversario de su natalicio y el 60 de su muerte. Winston Churchill es sin duda una de las figuras políticas más importantes del escenario mundial del siglo XX. Quizá sea una ocurrencia mía, pero he dicho a mis alumnos que hoy en México no andamos uniformados, ni nos saludamos militarmente ni hablamos alemán, gracias en buena medida al carácter de este inglés decimonónico. Su vida pública se extendió de 1911 a 1955, cuarenta y cuatro agitados años durante los cuales el mundo se vio envuelto en dos guerras mundiales, las relaciones entre naciones dieron un giro de 180 grados y el mapa geopolítico del planeta tuvo el más brutal reacomodo en 500 años. Fue Primer Lord del Almirantazgo dos veces, Ministro para Pertrechos de Guerra, Ministro del Interior, Ministro de Hacienda, dos veces Primer Ministro e integrante de la Cámara de los Comunes tanto en el Partido Liberal como en el Conservador. Además fue soldado y periodista. En marzo de 1916 en el frente occidental una granada alemana estuvo a punto de alcanzarlo. “Diez metros más a la izquierda –escribió a Clementine, su esposa- y hubiera sido el fin de una vida de altibajos, el obsequio final e inapreciado para un país malagradecido”. Durante la insurrección de los bóer fue hecho prisionero y se fugó del campo de concentración en una hazaña digna de una película de Indiana Jones. Orador compulsivo y escritor enorme y prolífico, dejó, según la azorada reflexión del editor David Cannadine, “Una incomparable e intimidante montaña de palabras”. Por sus cuentas, entre 1900 y 1955, Churchill pronunció en promedio
un discurso a la semana: ocho volúmenes con más de cuatro millones de vocablos. En 1953 recibió el Premio Nobel, no por su sobresaliente carrera como estadista, sino por su obra literaria. Estamos ante una personalidad de excepción en todos los sentidos, incluyendo los excesos y las pasiones, cuyos primeros años, sin embargo, no fueron preludio de nada sobresaliente. Al contrario, fue un niño enfermizo y torpe, nada brillante y rechazado por sus compañeros de escuela. Era bajo de estatura,
más bien jorobado, de caminar torpe, de piel delicada, mentón débil y cintura generosa. Y como si todo eso no fuera desgracia suficiente, tartamudo.
Winston Leonard Spencer Churchill nació el 30 de noviembre de 1874 en el palacio Blenheim de Oxfordshire, al oeste de Londres, hijo del político conservador Lord Randolph Churchill y de la estadounidense Jennie Jerome. Fue descendiente directo de John Churchill, primer duque de Marlborough (1650-1722) y tuvo una infancia solitaria al cuidado de su nana, la señora Everest. Fue alumno de Harrow -en donde se educan las clases dominantes de la pérfida Albión desde 1572- por donde pasó sin pena, sin gloria y sin brillo. Lo aceptaron en el colegio militar de Sandhurst después de presentar tres veces el examen de admisión y, según algunos, sólo gracias a las gestiones de su padre.
Causó alta en el Cuarto Cuerpo de Húsares en 1895. Resulta un tanto incómodo, al recordar su vida, contrastar sus virtudes con el juicio que mereció de sus compatriotas durante una buena parte de su carrera: inflado, huero, superficial, ofensivo, insensible, mediocre, inestable … parece que los adjetivos críticos fueron tan abundantes en su vida como elogiosos posteriores a su memoria.
Uno de sus rasgos fue su obcecación con respecto al Imperio en donde no se ponía el sol. Uno se pregunta cómo alguien tan sagaz y talentoso como él, quizá el único de su generación que vio claramente lo que pasaría si se entraba en tratos de paz con Hitler, que aceptó con realismo y, me parece, incluso humildad, la prevalencia de Estados Unidos para sobrevivir a la guerra, se haya referido al padre de la independencia india, Mohandas Gandhi, con el lenguaje propio de un rufián del West End: “¡Ese faquir semidesnudo!”, exclamó en el piso de los Comunes. No reparó Churchill en que Mohandas era producto neto del sistema universitario inglés, que recibió la patente para ejercer la abogacía en el Alto Tribunal de Su Majestad, que se veía a sí mismo como un “hijo del Imperio” y que valoraba la ley y la justicia por sobre todas las cosas. Contradicciones alarmantes. En la edición de un volumen de sus discursos, Cannadine juzga que “parte del problema fue que lo mismo exuberante de su retórica y la desconcertante facilidad con que la aplicaba a causas diversas e incluso contradictorias, sirvió para reforzar la sensación difundida desde muy temprano en su carrera y hasta bien entrada la década de los cuarenta, de que era un hombre de temperamento inestable y juicio defectuoso, sin pizca del sentido de las proporciones.
“Además, la prosa de Churchill frecuentemente asestaba grandes ofensas y reforzaba otra crítica extendida: que era por completo insensible a los sentimientos ajenos. Como una vez dijo Attlee, ‘el señor Churchill es un gran amo de las palabras, pero es algo terrible cuando el amo de las palabras se convierte en un esclavo de ellas, porque nada hay tras esas palabras, sólo son palabras de ofensa’ [Su oratoria] con frecuencia sonaba falsa, vana, pomposa e inflada […] Después de escucharlo, una dama opinó que era ‘un ridículo hombrecillo, detestable como actor cómico’, con sus brazos cruzados, ‘su mechón alborotado y su vocecilla de teatro popular’”. Pero abundan los testimonios de mujeres y hombres que recordaban con emoción las transmisiones de sus arengas en la BBC y su tono de voz más bien apagado que contrastaba con las ideas certeras y las metáforas deslumbrantes de sus discursos. ¿Cómo construir la capacidad de decir tantas cosas en tan pocas palabras? Sólo los verdaderos estadistas tienen ese don. El 18 de junio de 1940, en una de las horas negras de la nación, en
vísperas de la “Batalla de Inglaterra”, con el sombrío sentimiento de que el pueblo inglés llevaba a sus espaldas todo el peso de la guerra de agresión nazi, Winston se dirigió a la Cámara de los Comunes en una alocución memorable: “Seamos fuertes en nuestro deber, y con tanta fortaleza, que si el Imperio
Británico y el Commonwealth existen dentro de mil años, la humanidad siga diciendo: ¡Ese fue su mejor momento!” Dos meses después, el 20 de agosto, ya con las bombas alemanas cayendo sobre Londres, de nuevo subió a la tribuna para expresar magistralmente el sentimiento de la nación hacia el puñado de valerosos pilotos de combate que defendían los cielos de la Patria: “Nunca antes, en el campo de los conflictos humanos, tantos debieron tanto a tan pocos.” Una frase que pronunció en el Parlamento y que encendió el ánimo de sus compatriotas en uno de los momentos más oscuros y peligrosos de la historia
moderna fue: “Sólo puedo ofrecerles sangre, trabajo, lágrimas y sudor”. También fue autor de aquella que describía a la URSS como “Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.
El Diccionario Oxford de Citas Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo que lo coloca en el nivel de los clásicos de la antigüedad. Y la lectura así sea a vuelapluma de sus discursos es un viaje de asombros por su capacidad para construir imágenes siempre sugerentes, con frecuencia deslumbrantes y en ocasiones hilarantes: “Los imperios del futuro serán los imperios del espíritu” (6 de septiembre de 1943); “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido a lo largo del continente” (5 de marzo de 1942); “Si Hitler invadiera el infiero, hablaría a favor del diablo en la Cámara de los Comunes” (11 de noviembre de 1940), son algunas tomadas al azar. Su sentido del humor también fue legendario. Según recordó su hijo en una entrevista con la BBC en 1992, durante una estancia como huésped en la Casa Blanca salió de la bañera, se imaginará usted en qué atuendo, y se encontró de frente al presidente Theodore Roosevelt. Sin inmutarse, Churchill habría expresado: ¡El Primer Ministro no tiene nada que esconder al Presidente de los Estados Unidos! Otra anécdota que usted seguramente habrá escuchado con otros personajes y otros ingredientes, se debe a la memoria de Consuelo Vanderbilt. En una reunión, Winston se topa con Nancy Astor, con quien le unía una mutua y
profunda antipatía. Con una sonrisa fingida la mujer le dijo: “Si yo fuera su esposa, Winston, le pondría veneno en su café”, a lo que respondió el político, “Señora, si yo fuese su esposo … ¡lo bebería!”
En la mañana del domingo 24 de enero de 1965 Churchill murió. Era el 71 aniversario de la muerte de su padre. El funeral fue seis días después, con un ceremonial que desde el de Gladstone en 1898 sólo había sido ofrecido a la realeza y fue el último en la tradición británica de ceremonia imperial. Como las de Wellington, sus exequias fueron en la catedral de San Pablo, no en la abadía de Westminster. Después, el ataúd fue en barco por el Támesis a la estación de Waterloo y en tren especial al cementerio de Bladon en las afueras de Blenheim.
En su biografía de Churchill, Roy Jenkins confiesa que cuando la comenzó a escribir pensaba que Gladstone era el más grande premier inglés, pero en el curso de su estudio cambió de opinión. “Ahora pongo a Churchill, con todas sus idiosincrasias, sus indulgencias, su ocasional infantilismo, pero también su genio, su tenacidad y su capacidad persistente, correcta o incorrecta, exitosa o fracasada, para ser más grande que la vida, como el ser humano más grande que haya ocupado el número 10 de Downing Street”.