El presupuesto es un laberinto
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Franz sueña con su castillo
En ocasión del centenario de la muerte de Franz Kakfa, uno de los
escritores más enigmáticos y profundos de la República de las Letras, hoy
comparto con los lectores extractos de un artículo que publiqué hace 20 años
sobre este personaje, quien contrario a la leyenda urbana, no fue nada sombrío.
Franz era doctor en derecho y su tesis la dirigió Alfred Weber, hermano de
Max. Fue un estudiante brillante y tuvo variados intereses académicos, entre ellos
la química y la filosofía. Sus idiomas maternos fueron el alemán y el checo.
Aprendió francés y fue un voraz lector. Entre sus autores favoritos estaban
Flaubert, Dickens, Cervantes, Goethe, Nietzsche, Darwin y Haeckel.
Durante sus años de estudiante organizó actividades literarias y sociales y
promovió el teatro yiddish. Su vida personal, abreviada por una salud precaria, fue
intensa, tanto en sus relaciones amorosas y de amistad como en su judaísmo.
Desde muy joven soñó con emigrar a Palestina, sueño que no alcanzó a cumplir.
Ya graduado, trabajó en la compañía privada de capital italiano
Assicurazioni Generali y en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del
Reino de Bohemia, en donde era muy apreciado por su profesionalismo.
Horacio Goett recuerda que Franz “experimentaba injusticia a diario,
cuando visitaba fábricas, o recibía hombres que quedaron discapacitados por el
trabajo y luchaba con una burocracia que se las arreglaba para no compensarlos.
Esta experiencia no solo lo llevó a abogar por una interpretación amplia del área
de aplicación de la ley de 1887 en sus escritos legales, sino que también impulsó
poderosamente su trabajo literario.”
Yo pertenezco a una generación marcada por La metamorfosis, El castillo,
América y la Carta al padre. Cuando conocimos las Cartas a Milena y el gran Elías
Canetti nos abrió las puertas a El otro proceso de Kafka, mi emoción fue tal que
peregriné a la capital del arcano Reino de Bohemia para asomarme a la Malá
Strana, mirar las aguas del Moldava desde el Puente de Carlos, estar a la sombra
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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del Castillo de Praga, perderme en los figones de la Kremencova, beber en el U su
Tomasu e invocar el espíritu de Franz en el cuarto que habitó en el Callejón de los
Orfebres … aventura en la que estuve a punto de perder la libertad.
Pero basta de nostalgias. En su centenario recuperemos a este joven
escritor a quien muchos citan y pocos han leído. Aquí partes de mi texto del 2003:
Un agrimensor que debe llegar a un castillo al que supuestamente ha sido
llamado a trabajar. Un castillo inalcanzable y una vida pueblerina que se llena de
la existencia de un castillo y sus habitantes, condimentada con la llegada del
forastero agrimensor, quien por otra parte, nunca logra llegar al castillo.
Este es en síntesis, el argumento de El Castillo de Franz Kafka, a quien se
le ha considerado el depositario por excelencia de la imaginación … vecina
cercana del absurdo, según una apreciación bastante generalizada, al extremo de
que ha derivado en un adjetivo para describir situaciones incoherentes,
despropósitos o extravagancias, así como una que otra obra o decisión del mundo
de la política.
Los contertulios que se dieron cita jueves a jueves en la mesa de Manuel
Buendía en “Las Mercedes” desde mediados de los setenta hasta mayo de 1984,
utilizaban con frecuencia un cliché chocarrero para coronar sus análisis de los
acontecimientos políticos: “Si Kafka viviera, sería un escritor costumbrista
mexicano”.
Sin embargo en el extenso y denso prólogo a la novela en la edición
española de Porrúa, Theodor W. Adorno recupera la apreciación de Cocteau en el
sentido de que “la introducción de lo extraño en una obra bajo forma de sueño
quita a lo extraño todo aguijón”.
Según Adorno, los pasajes tortuosos y complicados de El Castillo y de
América hacen pensar en esa realidad tomada de sueños “que hacen temer al
lector tener que volver a despertar”. Este aspecto complejo de la imaginación de
Kafka parece mostrar una sencillez técnica en la que el escritor requiere de un
sustrato de realidad para ponerse en contacto con un posible lector.
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Sostengo que todos los autores, en mayor o menor medida, escriben para
alguien, nunca exclusivamente para sí mismos. Lo sostengo particularmente en el
caso de Kafka (aunque para probarlo tendría que adquirir habilidades de medium),
porque su propio albacea literario nos ha dejado suficientes evidencias de ello.
En efecto, en algún lugar Max Brod nos relata una conversación con su
querido amigo en la que éste le da instrucciones precisas sobre el destino de sus
textos. Uno o dos pueden ser publicados, le dice, pero otros (la mayoría) deben
ser quemados al instante siguiente de su muerte. Brod responde que lo quiere
profundamente, pero que en definitiva no piensa cumplir con tal instrucción.
Como supongo que Franz no habría estado tan enfermo como para no
haber puesto él mismo sus papeles esa noche en la chimenea, deduzco que su
verdadero y profundo propósito era limpiar su conciencia (“curarse en salud” dirían
en mi rancho) y trasladar a su amigo la responsabilidad de dar a conocer la obra.
En adición al argumento sobre la realidad o verosimilitud de la obra, en El
Castillo, más que en El proceso o en La metamorfosis, se hace presente la
realidad de las historias que se entretejen a partir de la llegada del agrimensor al
pueblo del castillo, con lo que se le da verosimilitud al marco de imaginación que
significa la imposibilidad de la llegada al castillo.
Ello da paso a la naturalidad con que transcurren los días del forastero en el
pueblo y entre sus habitantes, incluso sin que se mencione en largos pasajes la
idea inicial de llegar al castillo.
El simbolismo en la obra de Kafka ha sido ampliamente estudiado. Se ha
dicho que el castillo representa la inutilidad del esfuerzo humano o los esfuerzos
del hombre por conocer la divinidad. Sin embargo, la percepción de una obra
literaria como la de Kafka, desde esta óptica, se ve disminuida porque reduce
considerablemente el valor de la creación de una obra tanto en la técnica como en
el contenido.
Cierto que existen pasajes que parecen cuadros de fábula, como cuando
Olga explica que la frase «que te vaya bien como a un sirviente» es una bendición
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entre los funcionarios, porque hace referencia al bien vivir de los sirvientes en el
castillo, quienes parecen ser los verdaderos amos.
“Se dan cuenta de ello y en el Castillo se comportan muy bien y con gran
dignidad, me lo han confirmado muchas veces, y aquí abajo se ve a veces en los
criados un resto de todo eso, pero sólo un resto, porque consideran que la ley del
Castillo ya no rige con ellos cuando están abajo, al menos totalmente y eso les
transforma; son una pandilla de salvajes que ya no obedecen a las leyes sino que
están dominados por sus insaciables instintos”.
La lejanía que adquiere el castillo y todo lo que en él habita, lo despoja de
su carácter humano. La presencia de los sirvientes del castillo no hace pensar sino
en las virtudes y defectos de los hombres, las primeras han de ser cultivadas y los
segundos dominados: en ello reside parte de nuestra divinidad, el grado más alto
de lo humano, lo que nos acerca a lo divino.
Mucho más importante me parece el sentido que adquiere en la obra de
Kafka la imaginación, la locura, el sueño, el absurdo o lo surrealista, con un manto
fuerte de realidad. Refleja el tipo de creación que la Europa que transita entre los
siglos XIX y XX estaba preparada para asumir, aun con la novedad que esta obra
significara. Esta afirmación me resulta más afortunada si contrastamos esta
literatura con la producción latinoamericana que se inscribe en la corriente de lo
real maravilloso.
García Márquez, Alejo Carpentier o Cortázar no justifican el contexto de lo
absurdo, simplemente lo presentan al lector. Un personaje que escupe conejos en
el libro de relatos de Cortázar, Bestiario, no requiere presentación, justificación o
marco, simplemente se hace la propuesta en bruto al lector.
A diferencia de El castillo, en “Casa tomada” de Cortázar que también se
incluye en Bestiario, la casa va hacia sus moradores, quienes deben ir reduciendo
su espacio para cederlo a la amenazante casa. Simbolismo o ejercicio de
imaginación, no importa; la forma de presentarlo al lector es diferente.
El alarde del absurdo que significa la vida en Macondo simplemente está
allí. Quizá una de las mejores lecciones que nos dio la irrupción de este tipo de
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literatura es que las sociedades latinoamericanas tenían el adecuado nivel de
maduración como para recibir y apreciar esta evolución de la narrativa.
Los escritores latinoamericanos confiesan ser hijos de la literatura europea
y estadounidense, pero supieron dar a sus lugares de origen obras locales con
valor universal. Con toda seguridad en este punto reside el valor del mismo Kafka,
Joyce, Guide o Proust, quienes hicieron excelente literatura para sus sociedades,
que significaron al mismo tiempo una revolución en el plano universal.
Refuerzo esta apreciación con los múltiples señalamientos que encuentro
sobre Kafka como un ser torturado, enfermizo, solitario, depresivo y con una
personalidad ansiosa que, como consecuencia, producía obras angustiosas y
opresivas. Sin embargo, la lectura y relectura de la obra de Kafka no parece
sostener tales características esencialmente en una individualidad angustiada.
Incluso me atrevo a suponer que la reclusión por la enfermedad genera una
forzada imagen de solitario y torturado, pero no debe haberlo sido tanto, si sabía
disfrutar tan ampliamente de la compañía femenina, lo que no cancelaba ni
siquiera la enfermedad.
Resulta más consecuente considerar que la literatura de Kafka fue recibida
por una sociedad sombría y angustiada, por una Europa que se debatía en
múltiples guerras, hasta adquirir dimensiones trágicas en 1915 con el inicio de la
Primera Guerra Mundial.
Mientras Kafka dirige su ejercicio de imaginación hacia una sociedad que
puede soñar con castillos, en los que se requieren los servicios de un agrimensor,
cincuenta años después los imaginativos escritores latinoamericanos se dirigen a
una sociedad que lucha contra la pobreza, con su condición de dependencia
política y económica, pero que se permite un gran espacio para la risa y la
alucinación, incluso para reírse de sí misma.
Tengo la convicción de que el periodismo, como la literatura, sólo pueden
florecer en el conflicto. Es decir, y para adelantarme a malentendidos, en las
tensiones. No hay periódico o espacio noticioso en el mundo dedicado a informar
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que todo marcha en orden, de la ausencia de novedades o de lo positivo de la
vida.
Del mismo modo, hemos ganado nuestra herencia literaria gracias al
conflicto, tanto en las historias que nos ofrece la narrativa como gracias a la
personalidad de los autores que la han producido. ¿Kafka, un hombre medio,
mesurado, tranquilo y buen ciudadano? Con toda seguridad no sería el autor de la
obra que conocemos.
Solitario por enfermizo, tal vez. Genio creativo heredero del desencanto
europeo, con toda certeza. ¡Vivan los problemas!