Visión Financiera
Cuentan que a Riszard Kapuscinsky sólo lo pudieron separar de su máquina de escribir cuando lo llevaron al quirófano, y que despertó de la anestesia para despedirse y morir. Tenía 74 años. Pienso que tal vez más que de enfermedad, murió de tristeza al saber que su carrera había llegado al final.
Hay hombres que forjan sus propias leyendas y Kapuscinsky fue uno de estos privilegiados. Estudió historia y abrazó el oficio de reportero en un pequeño diario de su natal Polonia. Por confesión propia llegó a los 25 años de edad sin haber leído una obra “verdaderamente importante”, pero no corrió la suerte de tantos y tantos colegas que languidecen sin pena ni gloria en el oficio o que entran en un proceso de degeneración, sin ideales, sin fe, “pero eso sí –Manuel Buendía dixit-, con un gran apetito de rápidas ganancias”.
De esos modestos inicios se alzó para ser considerado el padre del “nuevo periodismo”, un reportero a quien García Márquez llamó maestro. “Tienen fuego en el vientre” dicen los anglosajones de esas personalidades indómitas que parecen no conocer fronteras. En el caso de Kapuscinsky, quizá sea el título del penúltimo de los quince libros que escribió el que mejor explique el camino que eligió: Los cínicos no sirven para este oficio.
No me equivoco, entonces, si propongo que a Kapuscinsky lo movió el amor. El amor y el respeto por sí mismo y por su profesión. El amor por la verdad. El amor por la palabra. El amor por la inteligencia y el conocimiento.
En Los cinco sentidos del periodista escribió: “¿Por qué algunos textos pueden vivir cien años y otros textos mueren al día siguiente de su publicación? Por una diferencia capital: los textos que viven cien años son aquellos en los que el autor mostró, a través de un pequeño detalle, la dimensión universal, cuya grandeza dura. Los textos que carecen de este vínculo desaparecen”.
Antoine de Saint Exupèryexplicó este principio con otras palabras: “Si quieres construir un barco, no reclutes hombres para que recojan madera, ni dividas el trabajo, ni des órdenes. En vez eso, mejor enséñales a anhelar el inmenso e infinito mar”.
Este anhelo de lo inmenso e infinito, si lo pensamos bien, explica que la obra de Kapuscinsky sea de las que durarán cien años. El polaco subió al Panteón en donde habitan otros periodistas que trascendieron las limitaciones artificiales de nuestro oficio: John Reed, José Alvarado, Louis Fischer, Arthur Koestler, George Orwell, George Polk, Manuel Buendía, Edmundo Valadés, André Malraux, Walter Lippmann, Martín Luis Guzmán, Héctor Pérez Martínez, Edgar Snow, por citar algunos nombres que me vienen a la mente.
Es claro que Kapuscinsky supo reconocer y fue heredero de una gran tradición periodística. Muy joven decidió salir de Polonia y durante años fue corresponsal en las más recónditas regiones del planeta. Algunas de sus hazañas me recuerdan la que consignan Christian Brincourt y Michel Leblanch en un tomo maravilloso titulado Los reporteros,publicado a principio de los setentas del siglo pasado:
“A comienzos de este siglo la simple palabra ‘reportaje’ era sinónimo de hazaña, y los que lo efectuaban eran, por supuesto, periodistas, pero también, y quizás ante todo, aventureros. En aquella época no había jets y el teléfono no funcionaba en el ámbito internacional. El reportaje en el extranjero era una expedición.
“El 1 de enero de 1930, el diario Le Matin envió a Joseph Kessel, uno de sus grandes reporteros, a seguir las rutas de los mercaderes de esclavos en Abisinia. […] Para trasladarse a la base de su reportaje, Kessel y sus amigos navegaron durante tres semanas.
“Formaban su equipo cuatro hombres: el teniente de navío La Blanche, un médico meharista que hablaba árabe, Emile Peyré, y Henry de Monfreid, indiscutiblemente el rey del tráfico en el Mar Rojo. Monfreid era el hombre clave del reportaje. Gracias a él Kessel pudo llegar hasta las rutas secretas de los mercaderes de esclavos. El conjunto de la operación, financiada por Le Matin, debía durar algunas semanas. En realidad, las semanas se convirtieron en seis meses y el reportaje tuvo por escenario Etiopía, el desierto de Somalia, el Mar Rojo y el Yemen.
“Durante seis meses de reportaje, Kessel y su equipo vivieron mil aventuras en mil escenarios distintos. El Rey de Reyes les condecoró; se vieron mezclados en la terrible guerra tribal de los dankalis y los issas; estrellaron un avión en los altiplanos de Abisinia, compraron mulas y camellos para atravesar durante quince días un desierto abrasador, viviendo únicamente de dátiles y de arroz, y descubrieron finalmente las caravanas de esclavos. Asistieron al rapto de pastores que eran vendidos en el mercado de esclavos, cambiaron bloques de sal por monedas de oro; se enfrentaron con un motín de sus camelleros; buscaron refugio en los fortines somalíes; cruzaron el Mar Rojo en una barca de pesca durante una terrible tempestad y esperaron un mes en el Yemen la autorización del Imán que les permitiera visitar Sanaa, la capital de la esclavitud. Y descubrieron al último gran señor turco, Ramhib Bajá, asistieron a la revuelta yemenita y presenciaron cómo eran decapitados los prisioneros. Al regreso, el reportaje de Kessel fue anunciado con carteles por las calles de París. Le Matin tiró 120 mil ejemplares adicionales. El reportaje había costado en aquella época un millón de francos.”
Esta pieza periodística alertó a los gobiernos de la época sobre un lucrativo comercio de humanos que se suponía erradicado, y supongo, aunque no lo puedo documentar, que se tomaron medidas para atajarlo.
El reportaje de Kessel ilustra una de las consecuencias del periodismo ejercido con profesionalismo y a conciencia: arrojar luz sobre hechos que tienen impacto social, en términos de la memorable metáfora del faro de Lippmann, cuyo haz alumbra, aquí y allá, elementos de la realidad y los desvela al escrutinio social.
La historia de nuestra profesión está salpicada de narraciones que tuvieron un impacto más allá de lo periodístico. De memoria cito algunas:
John Reed cabalga con la División del Norte en 1911 y sus crónicas, recogidas en México Insurgente, ayudan a cambiar la percepción que de la Revolución mexicana y del caudillo Pancho Villa se tenía en Estados Unidos. En 1917 reportea la Revolución de octubre y su libro Diez días que estremecieron al mundo es la mejor crónica de aquel evento, crónica que el mismo Lenin prologó. Fue enterrado en las murallas del Kremlin.
Edgar Snow fue el primer periodista occidental en visitar el centro de mando del Ejército Rojo y entrevistar a Mao Tse Tung en 1936. Su libro Estrella roja sobre China es clave para comprender aquel movimiento que derrotaría a los nacionalistas de Chiang Kai Shek.
En los sesenta la dirigencia china lo hizo conducto para dar a conocer a Washington su disposición para normalizar las relaciones entre ambos países. El mezquino y oportunista Herr professor Kissinger operó el encuentro sin dar a Snow un ápice de crédito. Snow murió poco antes de la visita de Nixon a China roja. Fue enterrado en Pekín.
Louis Fischer siguió a Gandhi en las jornadas por la Independencia de la India y escribió una biografía del Mahatma gracias a la cual hoy valoramos las dimensiones de la lucha de ese gran dirigente. El texto de Fischer fue el libreto para la película Gandhi de Richard Attenborough.
Martín Luis Guzmán nos dejó en La sombra del caudillo uno de los más vívidos retratos del momento fundacional del país que somos. Sus páginas, y la película secuestrada durante años por el autoritarismo, nos permiten apreciar mejor de dónde venimos y por lo tanto tener mayor claridad sobre nuestro futuro.
El gran debate sobre si el periodismo es o no literatura, o si el periodismo es o no el registro cotidiano de la historia queda solucionado con estos ejemplos.