Visión Financiera
En la recta final de las campañas electorales deberíamos alegrarnos por la gran fiesta democrática que vivimos, la cual se renueva con regularidad a través de la participación de múltiples voces, de la competencia discursiva de propuestas y promesas, de la visibilización de urgencias sociales y de las expectativas de mejora permanente en el servicio público; sin embargo, los vientos autoritarios amenazan con barrer y convertir en un campo estéril la vida democrática del país.
Lo primero es analizar la realidad sin caer en simplismos: el pensamiento autoritario no es exclusivo de quien detenta el poder; también es autoritario quien busca ese poder con fundamentos exclusivamente pragmáticos. Bajo esta perspectiva podemos asegurar que tanto la cúpula del partido en el poder como las élites de los partidos que desean arrancárselo pecan de la misma actitud antidemocrática, evidentemente en contra de lo que cientos de miles de candidatos, simpatizantes y adherentes han estado haciendo en los últimos meses a ras de suelo y entre la gente que desean convencer de una idea o de una propuesta.
Hoy, el autoritarismo verifica la legitimidad de su líder o de la élite en el poder no con los valores revolucionarios o carismáticos como en el pasado, sino en órdenes finales tecnocráticos y burocráticos. En el pensamiento autoritario suele haber más orden y unidad que libertad y diversidad, pero lo que realmente lo define es que en él no cabe la utopía porque todo es pragmatismo, incluso a pesar de que los objetivos de su búsqueda de poder puedan ser situaciones ideales. Es decir, en el autoritarismo no cabe la posibilidad del ‘deber ser’ sino ‘lo que es’ y la instrumentación de todo lo ‘posible’ para convertirlo en lo ‘necesario’.
Me explico: A pocos días de que concluyan las campañas y los ciudadanos se lancen a votar como puedan y donde puedan, se han exacerbado los sentimientos autocráticos de la política desde todos los frentes: tanto del oficialismo como de la oposición.
En primer lugar, las propias estructuras del poder político con más peso administrativo y territorial están soportando en sus propias fuerzas omnímodas la elección de su candidata. Tras una campaña más bien precarizada en propuestas futuras y sustentada casi integralmente en la defensa de un gobierno que le precede y le prescinde, la candidatura oficialista nunca buscó crecer ni contagiar de ensoñaciones renovadas a la ciudadanía sino arraigar la confianza en el control, en la operación y la masiva estructura alcanzada en la última década por su partido. Más que una campaña horizontal y popular, se ha edificado una verticalidad jerárquica incólume donde todos saben qué hacer, qué decir y cómo hacerlo.
Por su parte, la oposición –debido a las imposiciones de élites que han controlado y manipulado los sentimientos anti lopezobradoristas– renunció a hacer una campaña de ideas y propuestas, sus liderazgos no consideraron importante convencer a la población de imaginarse un futuro bajo condiciones distintas de las vigentes y sólo buscaron llenar de miedo al votante respecto a sus contrincantes. El horizonte temporal de la oposición es brevísimo, es tan corto que se limita al 2 de junio; después de eso, no hay proyecto, no hay política y no hay certeza de nada; ni para ellos. El spot donde se desprecia y relativiza la existencia de la tercera fuerza política en juego (aunque en una democracia deben existir tantas opciones partidistas como la ley y libertad lo garanticen), refulge el autoritarismo al relativizar el juego democrático e imponer de forma privativa y restrictiva la participación ciudadana. También, como el tiempo terminó de corroborar, los oleajes rosáceos y las estructuras partidistas manipularon la idea de ciudadanía y diversidad aunque estuvieran regenteados desde el inicio por un interés pragmático cupular que desprecia incluso los principios y valores de las instituciones partidistas que utiliza para sus fines.
Los rasgos del pensamiento autoritario dominan en las principales fuerzas políticas (institucionales y fácticas) y se imponen en el feliz bullicio democrático local y regional donde se viven de otra manera los debates, los recorridos, las campañas a pie de plaza, los encuentros y desencuentros, los mítines, etcétera; el autoritarismo se impone con sus búsquedas de centralizar el poder, con deseos de controlar la participación propia y ajena, y con una actitud de pragmatismo oprobioso.
Pero sobre todo, el autoritarismo que hoy se asoma en los liderazgos de las élites políticas parece intentar implantar sus objetivos utilitarios a través de una negación del componente utópico en la base de la estructura de poder. Es decir, al no alimentar la representación de una sociedad idealmente favorecedora para el pueblo mexicano, sólo pervive el miedo, el control y la instrucción militante. Ahí, ya no hay un “juego” democrático sino un autoritarismo tecnocrático.
La ciudadanía democrática por tanto implica mirar más allá de los procesos electorales como el que vivimos; porque de lo contrario sólo se hace eco a la movilización discursiva de las élites que promueven de forma intensa y sostenida sus propios intereses arbitrarios y absolutistas. O, como diría el polémico spot que le da el avión a las necesidades concretas del votante, relativizándolas e imponiendo su propio interés como la única preocupación válida: “Sí sí güey… pero ahorita lo que tenemos que hacer es…”.