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Indicador Político
Ken Salazar: de picaporte en
Palacio a portazo en las narices
El embajador Ken Salazar había construido una capacidad nunca vista de acceso al
despacho presidencial de Palacio Nacional, pero en 5 minutos destruyó su propio trabajo
y terminó con un portazo en las narices, el repudio presidencial mexicano y la etiqueta del
embajador más injerencista e imperial de Estados Unidos en México.
Inclusive, Salazar podría estar en la lista de los tres peores embajadores
americanos: Henry Lane Wilson, quien operó desde la embajada el golpe de Estado de
Victoriano Huerta contra Madero y tuvo que ver con el saldo trágico del asesinato del
presidente y el vicepresidente; Dwight Morrow, quien operó políticamente en México e
intervino en el poder del presidente Plutarco Elías Calles, además de operar por su cuenta
en asuntos internos, como lo reveló José Vasconcelos: un procónsul, pues Morrow le
ofreció precisamente a Vasconcelos la rectoría de la UNAM que ya había tenido y dos
cargos en el gabinete d Ortiz Rubio, a cambio de no llamar a la insurrección por el fraude
electoral.
Ahora el tercero se perfila en la figura del abogado empresarial Ken Salazar, quien
llegó al cargo en México en agosto de 2021 enviado directamente por el presidente Biden,
y desarrolló una impresionante capacidad de relaciones públicas para meterse en los
pliegues del sistema político mexicano y regresar la embajada de Estados Unidos al papel
que jugó en el viejo régimen priista: uno de los sectores invisibles de la estabilidad del
sistema político.
Todo su trabajo de más de dos y medio años fue autodestruido por el embajador
Salazar por un pronunciamiento personal –dice él– sobre la iniciativa de reforma judicial,
tomando en cuenta que los cargos diplomáticos no permiten funciones o tentaciones
personales y que en realidad la Casa Blanca carecía de una forma institucional para
encarar la reforma judicial mexicana y mandaron al embajador a quemar sus naves con
una declaración que fue calificada, en un documento oficial como Nota Diplomática de
Relaciones Exteriores, con adjetivos nunca antes utilizados : en las relaciones bilaterales el
concepto de injerencia implica una violación por parte de una nación extranjera de la
soberanía mexicana para darse de manera legal las reglas internas que decida su mayoría
política.
Descompuesta su comprensión de las reglas no públicas del sistema político
mexicano, el embajador Salazar cometió un segundo error que no hizo más que agravar la
dimensión del primero: pidió sentarse con el gobierno mexicano para revisar la reforma
judicial, y ahí vino el portazo en las narices del presidente López Obrador porque remachó
la acusación de que Estados Unidos se estaba involucrando en asuntos internos, pero en
un contexto político sexenal de nacionalismo defensivo desde aquel intervencionismo
vulgar del presidente Donald Trump cuando amenazó con aranceles si México no contenía
la avalancha de caravanas de migrantes.
El tropiezo del embajador Salazar le quitó ya cualquier posibilidad de influencia
estadounidense a los sectores nacionales que estaban clamando justamente la
intervención de Estados Unidos en el marco del Tratado solo de relaciones comerciales
para impedir los actos soberanos del Estado mexicano para darse por mayoría legislativa
las reglas de funcionamiento interno que formen parte de su proyecto de gobierno.
El embajador, ya sin sensibilidad diplomática, en realidad apareció en su primer
pronunciamiento personal sobre la reforma casi como abogado defensor de las empresas
estadounidenses involucradas en el Tratado, una tarea que ciertamente le corresponde a
su función diplomática pero no de manera tan ostentosa porque las empresas no cumplen
funciones de gobierno ni tareas sociales sino se rigen por las tasas de utilidades que se
obtienen incumpliendo, soslayando o reprimiendo las leyes nacionales.
La respuesta gubernamental mexicana más tolerante hubiera sido muy sencilla: las
quejas contra las reformas se pueden tratar en los espacios jurídicos del Tratado y hasta
en los paneles, pero no había razones que justificaran que la poderosa embajada de
Estados Unidos en México comenzar a dictarle directrices de funcionamiento interno al
gobierno mexicano, casi con la amenaza de que pudiera terminarse el Tratado. Ahí
también el embajador Salazar perdió cualquier tipo de autoridad política para usar su
cargo diplomático como un instrumento para favorecer a las empresas estadounidenses
que se sientan lastimadas o desfavorecidas por reglas nacionales.
Lo malo para Estados Unidos es que en términos funcionales se quedó ya sin
embajador formal porque Salazar perdió cualquier tipo de credibilidad, pero en un
momento en que se define el rumbo del próximo gobierno mexicano y las elecciones
presidenciales en Estados Unidos están pasando por México.
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Política para dummies: la política fue en algún momento el gran garrote
estadounidense.
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