Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Entre muchas de sus cualidades, se dice que la comunicación nos permite ver el mundo a través de la mirada de los demás. Es una idea sugerente, porque simplifica una serie de incontables procesos que exigen conciencia, lenguaje, diferenciación y comprensión que sólo pueden existir en el ámbito interactivo de la naturaleza humana.
En este mundo, la humanidad ha expresado a través de su vasto –y exclusivo– universo simbólico su comprensión de la realidad; y, aunque es igualmente inabarcable la pluralidad de culturas humanas en la historia de las civilizaciones, en el fondo sólo nos hemos tenido a nosotros mismos como interlocutores materiales de la comunicación.
Es decir, por mucho que nos esforcemos en escuchar los ecos de la historia sobre nuestro planeta y el cosmos, o por atinadas que sean nuestras interpretaciones de las señales del resto de los seres vivos conocidos, en el fondo sólo nos comunicamos con herramientas de nuestras manos y nuestro ingenio en los términos que las culturas se permiten en los márgenes de nuestra especie. Hoy, una de esas herramientas provoca tantas ilusiones como inquietudes.
La Inteligencia Artificial actual ha alcanzado niveles de sofisticación algorítmica sorprendentes: la imitación del lenguaje humano (tanto verbal como visual) y la ‘generación’ de ideas complejas provenientes de inmensas bases dinámicas de datos obliga a reflexionar sobre los nuevos desafíos comunicativos a los que la humanidad se enfrenta; especialmente en lo referente a los márgenes éticos y políticos de esta “inteligencia generativa”.
Es cierto que aún parece lejana la construcción de herramientas de IA que asimilen la identidad propia y la otredad en una conciencia autónoma o que se acerquen a los procesos cognitivos humanos básicos; pero la capacidad que tienen hoy para imitar masiva, inmediata y progresivamente actividades humanas como el análisis, el diseño, la redacción, la esquematización y la jerarquización de informaciones obliga a reflexionar sobre cuáles son los espacios de la vida cotidiana digital que se ven afectados, perturbados o directamente transformados por esta tecnología.
La vida digital contemporánea expresa riesgos permanentes tanto para los usuarios como para la sociedad en general: el robo de datos e identidad, las amenazas de seguridad a las instituciones de servicio público, la falsificación de noticias, la propaganda psicográfica o la alienación social son desafíos permanentes para las instituciones sociales y el tejido social.
La eventualidad de ser tanto víctimas como propagadores de estrategias de consumo ideológico digitalizado es casi ineludible; y la posibilidad de que sea el propio algoritmo de consumo lo que determine las certezas y actitudes de nuestra ciudadanía onlife es cada vez mayor. Incluso, una institución tan ancestral como la Iglesia católica comprende que hoy ya no existe esa frontera entre la vida ‘online’ frente a la ‘offline’, sino una sola ‘onlife’ que une la vida humana y social en sus diversas expresiones en espacios digitales y físicos. Esto lleva a preguntarnos sobre la ética comunicativa y la ética política en los usos y alcances de la IA.
Ya desde los años 60 del siglo pasado, Marshall McLuhan afirmaba que las sociedades se suelen configurar más por la naturaleza de los medios con los que la humanidad se comunica, que por el contenido mismo de la comunicación; pero, por otra parte, el productor y decodificador último de toda comunicación mediada siempre será el ser humano. Por ello, la vida digital contemporánea con herramientas de la IA no debe perder de vista que la auténtica comunicación humana exigirá siempre que se atiendan cuestiones sociales reales y no sólo las especulativas del funcionamiento de los medios, como la ‘comunicación’ que sucede en la aparentemente incognoscible trama del algoritmo. Es decir, es necesario saber distinguir los productos comunicativos derivados de datos e instrucciones realizados con intencionalidad humana, de aquellas alucinaciones que la IA produce a través del recorrido iterado sobre sus códigos, bases de datos y dinámicas de consumo. Comunicar, en última instancia, siempre será un proceso que exclusivamente habrá de interpretar la raza humana, y en ello radica su responsabilidad.
Así, se hace necesario que la sociedad de la información cuente con herramientas claras para contrarrestar la posibilidad de que el algoritmo anónimo tenga capacidad de hacer política social, promueva creencias y comportamientos o determine los contenidos que evalúe socializadores o ‘antisociales’. Ahí es donde deben entrar los viejos principios de la ética comunicativa en las nuevas fronteras de la IA: veracidad, imparcialidad, completud, responsabilidad y justicia pero en los márgenes de un medio que simula funciones cognitivas humanas complejas.
La comunicación es un intercambio dialógico entre entidades que se reconocen mínimamente semejantes pero que saben que no son iguales; la comunicación para el ser humano no es un fin, sino un camino que se descubre sobre los escarpados perfiles simbólicos de las culturas transformándose. Por ello, la lucha por atender y mejorar las condiciones sociales de cada época siguen pasando invariablemente por una realidad que sólo se puede intervenir a través de la construcción de lenguajes, de discursos y de una comunicación donde participan los diferentes grupos humanos con las herramientas que están en permanente evolución (de la invención de la escritura a la interacción con la IA apenas ha sido un fragmento de la humanidad); una realidad donde se garantice la disponibilidad, asequibilidad y usabilidad de los medios para todos, en la que se facilite el acceso público a su configuración y en la que se respete la privacidad e inviolabilidad de la dignidad humana.
@monroyfelipe