Líneas Quadratín
QUERÉTARO, Qro., 14 de julio 2019.- Cuentan que a Riszard Kapuscinsky sólo lo pudieron separar de su máquina de escribir cuando lo llevaron al quirófano, y que despertó de la anestesia para despedirse y morir. Tenía 74 años. Pienso que más que de enfermedad, murió de tristeza al saber que su carrera se extinguía.
Hay hombres que forjan sus propias leyendas y Kapuscinsky fue uno de estos privilegiados. Estudió historia y abrazó el oficio de reportero en un pequeño diario de su natal Polonia. Por confesión propia llegó a los 25 años de edad sin haber leído una obra “verdaderamente importante”, pero no aceptó la suerte de tantos colegas que languidecen sin pena ni gloria en el oficio o que entran en un proceso de degeneración, sin ideales, sin fe, “pero eso sí –Manuel Buendía dixit-, con un gran apetito de rápidas ganancias”.
De esos modestos inicios se alzó para ser considerado el padre del “nuevo periodismo”, un reportero a quien García Márquez llamó maestro. “Tienen fuego en el vientre” dicen los anglosajones de esas personalidades indómitas que parecen no conocer fronteras.
En el caso de Kapuscinsky, quizá sea el título del penúltimo de los quince libros que escribió el que mejor explique el camino que eligió: Los cínicos no sirven para este oficio.
No me equivoco, entonces, si propongo que a Kapuscinsky lo movió el amor. El amor y el respeto por sí mismo y por su profesión. El amor por la verdad. El amor por la palabra. El amor por la inteligencia y el conocimiento.
En Los cinco sentidos del periodista escribió: “¿Por qué algunos textos pueden vivir cien años y otros textos mueren al día siguiente de su publicación? Por una diferencia capital: los textos que viven cien años son aquellos en los que el autor mostró, a través de un pequeño detalle, la dimensión universal, cuya grandeza dura. Los textos que carecen de este vínculo desaparecen”.
Antoine de Saint Exupèry explicó este principio con otras palabras: “Si quieres construir un barco, no reclutes hombres para que recojan madera, ni dividas el trabajo, ni des órdenes. En vez eso, mejor enséñales a anhelar el inmenso e infinito mar”.
Este anhelo de lo inmenso e infinito, si lo pensamos bien, explica por qué la obra de Kapuscinsky es de las que durarán cien años. El polaco subió al Panteón en donde habitan otros periodistas que trascendieron las limitaciones artificiales de nuestro oficio: John Reed, José Alvarado, Louis Fischer, Arthur Koestler, George Orwell, George Polk, Manuel Buendía, Edmundo Valadés, André Malraux, Walter Lippmann, Martín Luis Guzmán, Héctor Pérez Martínez, Edgar Snow, Jesús Blancornelas, por citar algunos nombres que me vienen a la mente.
Hay hazañas como la que consignan Christian Brincourt y Michel Leblanch en un tomo maravilloso titulado Los reporteros, publicado a principio de los setentas del siglo pasado y que hoy leemos como novelas, pues como propuso García Márquez en sus memorias, “novela y reportaje son hijos de una misma madre”:
“A comienzos de este siglo la simple palabra ‘reportaje’ era sinónimo de hazaña, y los que lo efectuaban eran, por supuesto, periodistas, pero también, y quizás ante todo, aventureros. En aquella época no había jets y el teléfono no funcionaba en el ámbito internacional. El reportaje en el extranjero era una expedición.
“El 1 de enero de 1930, el diario Le Matin envió a Joseph Kessel, uno de sus grandes reporteros, a seguir las rutas de los mercaderes de esclavos en Abisinia. […] Para trasladarse a la base de su reportaje, Kessel y sus amigos navegaron durante tres semanas.
“Formaban el equipo cuatro hombres: Kessel, el teniente de navío La Blanche, un médico meharista que hablaba árabe, Emile Peyré, y Henry de Monfreid, indiscutiblemente el rey del tráfico en el Mar Rojo. Monfreid era el hombre clave del reportaje. Gracias a él Kessel pudo llegar hasta las rutas secretas de los mercaderes de esclavos. El conjunto de la operación, financiada por Le Matin, debía durar algunas semanas. En realidad, las semanas se convirtieron en seis meses y el reportaje tuvo por escenario Etiopía, el desierto de Somalia, el Mar Rojo y el Yemen.
“Durante seis meses de reportaje, Kessel y su equipo vivieron mil aventuras en mil escenarios distintos. El Rey de Reyes les condecoró; se vieron mezclados en la terrible guerra tribal de los dankalis y los issas; estrellaron un avión en los altiplanos de Abisinia, compraron mulas y camellos para atravesar durante quince días un desierto abrasador, viviendo únicamente de dátiles y de arroz, y descubrieron finalmente las caravanas de esclavos.
Asistieron al rapto de pastores que eran vendidos en el mercado de esclavos, cambiaron bloques de sal por monedas de oro; se enfrentaron con un motín de sus camelleros; buscaron refugio en los fortines somalíes; cruzaron el Mar Rojo en una barca de pesca durante una terrible tempestad y esperaron un mes en el Yemen la autorización del Imán que les permitiera visitar Sanaa, la capital de la esclavitud. Descubrieron al último gran señor turco, Ramhib Bajá, asistieron a la revuelta yemenita y presenciaron cómo eran decapitados los prisioneros. Al regreso, el reportaje de Kessel fue anunciado con carteles por las calles de París. Le Matin tiró 120 mil ejemplares adicionales. El reportaje había costado en aquella época un millón de francos.”
El reportaje de Kessel ilustra una de las consecuencias del periodismo ejercido con profesionalismo y a conciencia: arrojar luz sobre hechos que tienen impacto social, en términos de la memorable metáfora del faro de Lippmann, cuyo haz alumbra, aquí y allá, elementos de la realidad y los desvela al escrutinio social.
La historia de nuestra profesión está salpicada de narraciones que tuvieron un impacto más allá de lo periodístico. De memoria cito algunas:
John Reed cabalga con la División del Norte en 1911 y sus crónicas, recogidas en México Insurgente, cambian la percepción de la Revolución en Estados Unidos. En 1917 reportea la Revolución de Octubre y su libro Diez días que estremecieron al mundo, considerada la mejor crónica del episodio, mueve a Lenin a prologarla. Jack es el único extranjero enterrado en las murallas del Kremlin.
Edgar Snow es el primer periodista occidental que visita el centro de mando del Ejército Rojo y entrevista a Mao Tse Tung en 1936. Su libro Estrella roja sobre China es clave para comprender aquel movimiento que derrotaría a los nacionalistas de Chiang Kai Shek.
Años después su relación personal con Mao y con Zhou Enlai le permite pavimentar el camino al histórico encuentro del presidente Nixon con el dirigente chino en abril de 1972. Fue enterrado en Pekín.
Louis Fischer siguió a Gandhi en sus jornadas por la Independencia de la India y escribió una biografía del Mahatma que nos permite seguir paso a paso la vida de ese gran dirigente, llevada a la pantalla en la monumental película de Richard Attenborough. Y otro periodista, Dominique Lapierre, documentó el momento histórico de la independencia de la India en Esta noche la libertad.
Martín Luis Guzmán nos dejó en La sombra del caudillo uno de los más vívidos retratos del momento fundacional del país que somos. Sus páginas, y la película secuestrada durante años por el autoritarismo, nos permiten apreciar mejor de dónde venimos y por lo tanto tener mayor claridad sobre nuestro futuro.
Podría llenar muchas cuartillas con ejemplos semejantes, pero creo que ha quedado claro que el periodismo es el registro cotidiano de la historia, cuyos oficiantes lo son para siempre. Como escribiera Manuel Buendía, “ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: ‘Hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!’”