Los límites de la complacencia
Si el presidente no lo concibe entonces no debe existir. Si lo que existe no es para alabar al presidente entonces es una conjura, es golpismo, es traición a México. Este es el pensamiento de quien habita Palacio Nacional; es el instrumento con que valora la vida política del país que gobierna.
Quienes habíamos creído que la práctica democrática prosperaría y maduraría en el presente sexenio y que los autoritarismos serían definitivamente sepultados nos hemos encontrado con una realidad muy diferente, dolorosamente regresiva. El ofrecimiento de transformaciones en el modo de gobernar, soportado en un cambio de paradigma, ha quedado sepultado bajo el peso tradicional de los paradigmas conservadores de una clase política reciclada que no tiene el menor interés en cambiar su modelo de pensar.
La tirria que le ocasiona al gobierno federal el movimiento feminista y sus convocatorias de movilización social proviene de los mismos paradigmas que en su tiempo motivaron la respuesta frente al 68, los movimientos obreros de los 70, la movilización social independiente de los 80 y la irrupción democrática de los 90. En aquellos años todo lo que se moviera fuera del partido casi único tenía la sospecha de la confabulación, era motivo de persecución y objeto de las más rabiosas campañas de prensa para desprestigiarles y aniquilarles ante la opinión pública.
El paradigma de que el partido es el Estado, el presidente es el estado, la unidad es el Estado, la sociedad es el Estado, ha recuperado fuerza como no había ocurrido en los regímenes previos. La exclusión y satanización de los movimientos sociales independientes y la pretensión normalizadora de un pensamiento alineado a la autoridad presidencial, que permea las redes sociales, los medios, y que sanciona la diferencia, expresan el ejercicio de una relación autoritaria verticalista como el signo más preocupante del gobierno actual.
El desdén y fobia del ejecutivo federal a movimientos ambientalistas, feministas y otros, no es casual. El pensamiento del presidente, constituido con las creencias sociales, ideológicas y políticas de mediados del siglo pasado, en donde la lectura de la realidad se consideraba univoca y se daban por ciertos y «realistas» los discursos hegemónicos sobre la naturaleza o las mujeres, choca frontalmente con los discursos alternativos construidos por las mujeres o por los ambientalistas que rebasan y cuestionan las creencias de los viejos discursos. Por ejemplo, choca con los ambientalistas porque estos cuestionan el discurso que mira a la naturaleza sólo como medio para la productividad, el mercado y el uso, y no como espacio esencial para la sobre existencia de la naturaleza y la sociedad. Choca con las feministas, porque estas cuestionan el discurso hegemónico que masculiniza la visión de la realidad generando exclusión, pobreza, discriminación, subordinación, violencia y muerte.
Mientras el pensamiento presidencial cree que el problema de las mujeres es sólo de equidad de género y de igualdad, las mujeres van mucho más allá, denuncian las fibras más íntimas de una cultura soportada en valores solo masculinos. Es decir, su movimiento es realmente una gran revolución cultural que pretende modificar las relaciones de poder que hasta ahora han prevalecido a lo largo de la historia; relaciones de poder que se identifican en todos los ámbitos sociales: la familia, las relaciones de pareja, la educación, la escuela, el trabajo, las iglesias, los sindicatos, las organizaciones civiles, los partidos políticos, las estructuras gubernamentales, la cultura, los espacios públicos, las leyes.
Por ejemplo, desde el poder actual no se acepta del todo el concepto de feminicidio. Creen en la vieja, regularizadora y cómoda explicación de que el fenómeno de la violencia afecta a hombres y mujeres y estadísticamente más a los hombres, pero no quieren entender que a las mujeres se les mata por su condición de ser mujeres y que esto proviene de una cultura cuyos valores son practicados con normalidad en nuestra sociedad. Y que lo mismo son practicados por las derechas que por las izquierdas, por los pobres que por los ricos, las clases medias, los creyentes y los ateos. Es decir, categorías como la de «pueblo bueno y sabio» son totalmente inútiles para entender este problema, es más encubren la realidad y son nocivas para el conocimiento crítico de los conflictos sociales.
El presidente cree que esta ola de inconformidad se puede atender a la vieja usanza, solicitando una cargada de funcionarias y adeptas que hagan pública la adhesión política a él o realizando eventos públicos con mujeres para edulcorar el día internacional de la mujer. No alcanza a entender que con ello sólo refuerza los símbolos de la masculinidad del poder colocando a la mujer como ente subalterno a la figura presidencial que en México es absolutamente masculina. Es la misma vieja usanza de la que echó mano para que algunos indígenas lo colmaran de rituales en pro de la tierra mientras emprendía acciones de afectación ambiental en Dos Bocas, Santa Lucia y con el Tren Maya. O sea, no comprende que hay y seguirá habiendo, nuevas lecturas de la realidad que rebasan los esquemas sesenteros del siglo pasado; que esas lecturas necesariamente seguirán siendo independientes al poder y a los discursos hegemónicos y que si pretende contribuir a las transformaciones que desde esos movimiento se proponen, debe al menos, escuchar y abrir todos los espacios para el diálogo y el acuerdo nacionales, y él como ejecutivo, realizar las políticas públicas acordadas y con humildad ser servidor antes que mandador.
Si la soberbia, la carencia de empatía y la falta de sensibilidad siguen dominando al presidente la revolución cultural feminista lo va a barrer, como han sido barridos los diques que erigió descalificando, difamando y apoyado por las amenazas del radicalismo extremo morenista, para amedrentar y desinflar las convocatorias al paro nacional.
El día ha llegado, nada será igual después.