Teléfono rojo
«Es un tanto excesivo -escribía Tódorov-, pretender gozar de los honores reservados a los perseguidos y a la vez de los favores que conceden los poderosos». Los acontecimientos dramáticos vividos en la última semana en Afganistán así como la reciente petición conjunta de periodistas internacionales al gobierno de EU para que ayude a salir también a los profesionales afganos que colaboraron con la prensa extranjera durante años, por ejemplo, nos recuerdan la verdadera frontera entre ser privilegiados o ser formalmente perseguidos del poder en turno.
Claro que no siempre debe ser tan radical esta situación; en muchísimos espacios, la relación entre el poder y la crítica a veces sólo se limita a una tolerancia casi indiferente: ni la crítica arriesga la vida (ni sus recursos) en desvelar los abusos del poder ni el régimen en turno tiene de qué preocuparse cada vez que un medio publica libremente. Esto, por experiencia sabemos, ha sido gran parte del modelo relacional entre el poder y los medios durante las últimas décadas en los países democráticos y libres.
Sin embargo, en ciertos casos (y México parece ser un ejemplo preclaro), esta tolerancia muchas veces estuvo forzada bajo el intercambio de intereses entre el poder y los medios. Este delicado equilibrio de favores de los que ciertamente gozaron muchos medios y gobiernos se expresaba en generosas concesiones de ida y vuelta. Prensa y periodistas de confianza crecieron bajo el amparo del poder mientras los personajes políticos podían contener el rastro de migajas que conducían indefectiblemente a sus tropelías, actos de corrupción o evidentes crímenes.
Este tipo de relación, no obstante, también conlleva su propia desgracia: la pérdida de credibilidad. De todos es conocido que en las evaluaciones populares de confianza y credibilidad institucional, los partidos y liderazgos políticos siempre se ubican en el fondo de la tabla -lo cual es preocupante-; pero, además, en fechas recientes, los medios de comunicación ahora se encuentran detrás de las ‘redes sociales’ en nivel de confiabilidad. Esto último, si se piensa detenidamente, es un doloroso y peligroso signo que puede conducir a la sociedad a oscuros rincones de descomposición.
Cada régimen mexicano -y el actual no es excepción- ha elegido sin rastro de pudor a los medios que busca privilegiar y con los cuales desea experimentar esa diplomática tolerancia. Y si bien el gobierno de López Obrador ha erradicado algunas concesiones palaciegas que se habían consolidado en sexenios anteriores (como ese generoso gesto anual para que -literalmente- un puñado de privilegiados periodistas pudiera entrevistar al primer mandatario en las vísperas de su informe presidencial) y ciertamente ha abierto espacios a emergentes medios y periodistas a través de la diaria conferencia matutina; persiste la infundada concentración de adjudicación de recursos publicitarios a medios.
En días recientes, la organización Artículo19 reveló que el gobierno de López Obrador gasta en publicidad apenas una quinta parte de lo que hacía el régimen de Enrique Peña Nieto -una excelente noticia-; sin embargo, persiste la ausencia de reglas claras para la adjudicación y distribución de los 2 mil 248 millones de pesos de la pauta oficial. El resultado es la asignación de casi el 30% de todos los recursos anuales de comunicación social a sólo tres medios mexicanos y más de la mitad del presupuesto total se concentró en sólo una decena de empresas.
Esta situación junto a la incesante crítica del mandatario de ciertos profesionales y medios ha llevado a varios periodistas y empresas a fantasear con la idea de que son perseguidos por el poder; se erigen a sí mismos como heroicos proclamadores de la verdad y reclaman para sí aquello que el filósofo Tódorov enuncia en «los honores reservados a los perseguidos». Y, sin embargo, en muchos casos, el único adulterado ‘honor’ que buscan es el privilegio del poder en turno: asientos preferenciales, graciosas concesiones y recursos discrecionales.
Es por ello que, para ejercer verdadera crítica -ya sea en las situaciones límite como en Afganistán o en países más estabilizados- no se puede perder de vista el riesgo. El riesgo no siempre implica muerte (como suelen amenazar los regímenes despóticos o el crimen organizado); también existe el riesgo de censura o de presión que incluye el control de la materia expresiva y de los medios de expresión (el papel, el internet, las redes de distribución o los algoritmos de difusión). Finalmente está el riesgo de la denostación pública desde el empíreo del poder y el riesgo de autocensura.
En México parece que estamos apenas en los dos niveles de riesgo más bajos: la autocensura de algunos para no perder su privilegiada posición en la tabla de recursos federales (o para hacerse de un lugar en ella) y la denostación pública desde el poder, la cual en muchos casos revela más sobre quien la dice que de aquel que la recibe. A pesar de estos riesgos, es claro que aún hay espacio para la libertad y la democracia pero también no debemos ser ingenuos y contemplemos que esta tensión es igualmente una profunda inquietud planteada por Rousseau hace dos siglos y medio: «¿Qué ventajas habrían de gozar los más favorecidos en perjuicio de los demás en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos?»
Gozar de libre espacio para la crítica y una sana democracia es un imprescindible para los medios de comunicación y los periodistas que jamás debemos aspirar a ser ni perseguidos ni privilegiados; por el contrario, nuestra búsqueda es la de ser sumamente conscientes de la relación que debemos hacer entre el poder y la sociedad, entre la verdad y la mentira, entre el riesgo y la seguridad.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe