Líneas Quadratín
La magia de comunicación del presidente López Obrador está en conducirse en el terreno de lo creíble, no de lo que realmente sucede. De allí su éxito. Sus palabras se recrean en los prejuicios de los mexicanos sobre la política y el poder. Todos los gobernantes y políticos han sido y son corruptos, dicta la creencia, menos quien los denuncia y afirma no somos iguales. Y sí, los símbolos del ejercicio presidencial obradorista lo hacen creíble: el Tsuru, el departamento de Coplico, los zapatos desgastados, la ostensible y aparente austeridad y muchas cosas, aunque mucho de eso ahora ya no los asume, pero quedó su impronta en el imaginario de los mexicanos.
Para conducirse en el prejuicio de los demás el presidente requiere de un gran esfuerzo comunicacional, así como del uso y abuso del aparato de información oficial y el de los demás medios de comunicación. La propaganda parte de los mitos y el martilleo le ha funcionado. La mañanera para eso sirve, no es información es propaganda.
El nuevo ciclo del poder presidencial muestra el agotamiento del modelo comunicacional de la realidad alterna. El prejuicio popular ahora juega en contra del presidente, dos casos de alto impacto negativo lo demuestran: la revelación del tráfico de influencia de los hijos (un buen hombre que no alcanza a ver qué hacen sus próximos en su nombre) y el financiamiento de su campaña por el crimen organizado.
El primer asunto no sólo es qué cree la gente, sino qué no sucede y está a la vista de todos, un gobierno tapadera, que no informa, no actúa y no sanciona, el presidente sale absuelto no sus próximos. Los hechos son concretos, el empresario aludido es un nuevo rico al amparo del gobierno, muy próximo en el afecto de dos de sus hijos. El presidente pensó que bastaba con aceptar parte de los hechos, para decir que no probaba absolutamente nada y quizás sea válido y cierto, para él, no para la maledicencia popular que habrá de creer, como suele suceder, que el padre no sabe lo que hacen los hijos; si hay mucho dinero de la obra pública, si su riqueza es reciente y es muy cercano a sus hijos, no se requiere más, con eso es suficiente, sobre todo porque el presidente ha condenado como corruptos a muchos por menos, especialmente porque para él enriquecimiento equivale a corrupción, especialmente si es por contratos con el gobierno.
El segundo caso, más difícil de desarticular, es consecuencia de la inexplicable insistencia del presidente en su política de seguridad de abrazos y no balazos. En el imaginario público no son importantes las pruebas ni la calidad de los periodistas o de los medios que difundieron los señalamientos; desde el punto de vista popular cobra relieve la contraprestación solicitada por los criminales, abrazos no balazos. Se han invertido cantidades monumentales de recursos financieros, legales y materiales, militarizado a la seguridad pública -el ejército es el sujeto consentido del régimen -, aun así, la violencia crece a pasos acelerados constituyéndose en la amenaza mayor a los comicios, la libertad de expresión, la vida económica y a la paz social.
La oposición no requiere del juego de la realidad alterna. Ante tantos esqueletos en el clóset por la opacidad y la discrecionalidad en el gobierno, resulta inevitable la recurrencia de escándalos. Los competidores solo necesitan reproducir lo que los medios aportan y desvelan. Además, la incapacidad del presidente y de su equipo de comunicación para reaccionar eficazmente magnifica los costos y complica la pretensión de un cierre exitoso a partir del poder indisputado del mandatario, su credibilidad popular y la clara ventaja en los comicios venideros.
Si se desgasta el presidente el edificio entero del oficialismo se deteriora. Si colapsa su imagen todo se viene abajo, escenario no necesariamente venturoso porque López Obrador es el articulador del control político en su más amplia expresión. El vacío que dejaría podría llevar al triunfo a la oposición, pero también podría ser el ingreso al caos por el daño y desgaste de las instituciones públicas, de la legalidad y del consenso social, además, de la irrupción de nuevos actores de desestabilización, singularmente los múltiples cárteles y bandas del crimen organizado, sin dejar de lado lo que pudiera venir del vecino del norte en su desesperación por el control de la frontera.