Cambio de coordenadas
La credibilidad es uno de los activos más preciados de todo personaje público, más para quien conduce los destinos de un país. Así es porque este valor se acompaña de confianza o confiabilidad. La eficacia fortalece la credibilidad, pero es distinta. Ser eficaz perdona pecados, como el del déficit de credibilidad. Tener credibilidad es una aspiración legítima de todo gobernante.
Se dice que ganar credibilidad es un esfuerzo arduo y demandante de tiempo y consistencia, pero se pierde en un acto, en una decisión. Uno de los elementos de la autocontención en el ejercicio de autoridad es precisamente preservar el valor de la credibilidad. No es fácil. Puede haber error o descuido, pero no deliberado propósito de engaño, de desentenderse del compromiso o de la palabra empeñada; de otra manera, la credibilidad y la confiabilidad asociada quedarían comprometidas.
La credibilidad no es hacia todos, tarea por demás difícil y quizás imposible. El político debe decidir ante quienes ser creíble y en qué temas o tipo de asuntos. Hay presidentes que su empeño se centra en los factores de poder y especialmente los inversionistas. López Obrador tiene claridad sobre el segmento social al que debe dirigirse y complacer. Las masas en este tiempo se asocian no a la revolución, sino al clientelismo electoral.
Al presidente López Obrador se le acredita una significativa consistencia. Una vista a sus dichos en tiempos de opositor, mucho ha ejecutado en el poder; pero, no en todo, porque en temas muy significativos hay un giro que le resta credibilidad, aunque para muchos no es una consideración para retirarle confianza.
Para un sector importante de la población, no sólo de las élites, también de las clases medias, de las personas con estudios superiores y muchos de los habitantes de las zonas densamente pobladas, López Obrador no es creíble; tampoco es percibido como un gobernante eficaz. Muy ilustrativo resulta el examen de la socio-demografía del 30% o 35% que no tiene buena opinión o le rechaza.
La realidad es que el porcentaje de quienes le apoyan es mayor de los que le eligieron, esto ocurre a cuatro años de un gobierno con pésimos resultados. El saldo favorable se explica por el tipo de polarización inducido desde el poder: estar con López Obrador o estar a favor de la corrupción, de los neoliberales o conservadores y en la última actualización de enemigos: los traidores a la patria y, por lo que se perfila a partir del mensaje presidencial del 16 de septiembre, de aquellos al servicio del enemigo extranjero.
La mayor fractura de López Obrador respecto a su pasado opositor, ahora como gobernante, es la militarización de la vida civil pública. Militarizó tanto a la policía nacional a contrapelo de las recomendaciones de especialistas y de la ONU, como a la Guardia Nacional, a la que prácticamente inmovilizó en su tarea de proteger a los mexicanos. También asignó a los militares grandes obras de infraestructura, al igual que el cuidado y operación de aduanas y puertos y aeropuertos. Los militares y marinos acreditan lealtad y obediencia, pero sus funciones no son aquellas para las que el presidente les convoca. Asumir que son inmunes a la corrupción es un error que tiene por fundamento el prejuicio y la ignorancia.
López Obrador ha prescindido de la credibilidad porque advierte que el respaldo de la mayoría que requiere para mantener y dar continuidad a su proyecto político hace que no le importe este atributo de la política. La situación de olvido de algunos y de encono de otros le ha permitido construir un vínculo con una fuerte carga emocional, ajeno a razones, argumentos y evidencias. Esta condición de inmunidad se ha vuelto impunidad social en la que participan, en buena parte las elites, por comodidad o miedo. Quien es venerado (pueblo) no es cuestionado, quien inspira miedo (elites), tampoco.
Esta circunstancia revela que el problema no está solo en el presidente López Obrador, también en la base social, en los millones de mexicanos que le ven como un redentor del agravio social y generador obsequioso de esperanza. El descontento acumulado en décadas de abuso del poder y la venalidad cobijan a un gobernante indiferente a la credibilidad, valor superior en la política.