Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Muy complacidos deben estar los estrategas y publicistas del oficialismo. Sin que empiecen campañas han podido avanzar de manera importante en la tesis de que la elección presidencial está cantada a su favor. Tres elementos contribuyen a ello: la lectura superficial de los estudios de intención de voto; el imparable e ilegal protagonismo del presidente de la República y el desánimo en los círculos opositores precisamente resultado de los dos primeros.
Las encuestas merecen una mejor lectura. Para iniciar, por ejemplo, ¿cómo conciliar la intención de voto con la evaluación presidencial? y, por otra parte, ¿es válido asumir que la abrumadora mayoría de los encuestados ya definieron su intención de voto cuando la elección está a más de cuatro meses?
Las encuestas aquí y en el mundo fallan una y otra vez. La dificultad mayor y causa de su imprecisión, desde el Brexit hasta la elección que llevó a Milei a la presidencia argentina, es asociar el descontento con las intenciones de voto. Las casas encuestadoras están en el centro de la atención pública a pesar del fracaso que las ha acompañado, incluyendo recientemente la fallida predicción del voto en Coahuila y en el Estado de México; antes, en Durango y Tamaulipas. No obstante, los medios que difunden encuestas y sus exégetas no reparan en esta realidad. Se asume que la diferencia entre Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez es de tal proporción que no hay manera de revertirla a pesar de errores o sobreestimaciones.
En la evaluación del presidente existe un generalizado consenso en dos aspectos que debieran llevar a una reflexión no tan simplista: primero, en la evaluación a López Obrador entre 40% y 45% de los encuestados le rechazan. Esto es, la variable más favorable al oficialismo, la calificación del presidente, quienes están en desacuerdo son el doble de la intención de voto para Xóchitl Gálvez. Segundo, la evaluación del desempeño del gobierno es mayoritariamente negativa en al menos cuatro temas fundamentales: seguridad, salud, corrupción y educación.
Quizás a la mayoría de los electores le importe muy poco la suerte de la democracia mexicana, la libertad de expresión, el régimen republicano de rendición de cuentas y división de poderes, el deterioro de la gestión civil del gobierno por la arrolladora militarización de la vida pública o el federalismo y el municipio libre. Sin embargo, es un tema fundamental que no sólo da sustento ético a la oposición, sino un sentido de trascendencia al dilema central de la elección.
El presidente despliega su intervención en la elección violentando flagrantemente la Constitución y su condición de jefe de Estado, es decir, representante de todos los mexicanos. Maniobró para debilitar al INE y al Tribunal Electoral en sus finanzas y credibilidad. Con toda impunidad hizo uso de los reportes fiscales, financieros y bancarios de una aspirante opositora. El golpe fue brutal. Los medios en general fueron complacientes, no pudieron diferenciar la contienda de una violación mayor a la ley y a la Constitución. La elección de Estado ha ganado legitimidad, no hay sanción formal, tampoco social. Pocos están dispuestos a defender la causa de la legalidad por miedo o para no parecer parte de una contienda electoral. No entienden que el respeto a la ley a todos interesa y a todos obliga defender.
Lo más preocupante son los efectos de la propaganda oficialista en muchos de los círculos críticos al poder, incluso en aquellos interesados en contener la embestida contra las instituciones de la democracia. Sin advertirlo ratifican la perniciosa profecía de que la elección ya está decidida, minando el ánimo y la voluntad cuando todavía no inicia la batalla formal. Ciertamente es un logro nada despreciable de la propaganda oficialista que muchas mentes lúcidas den por perdida la contienda.
Contra el desánimo están la lucha electoral local y el entorno ciudadano, especialmente en los centros urbanos. Desde ahora es claro que el oficialismo quedará lejos de la mayoría calificada y, eventualmente, puede regresar el gobierno dividido, es decir, una mayoría no afín al gobierno en cualquiera de las Cámaras del Congreso.
La oposición deberá tener claridad estratégica para dar curso a la exigencia por un mejor gobierno. Un examen riguroso y objetivo de la realidad y de la voluntad ciudadana dejaría en claro que estamos ante una elección mucho más incierta y, eventualmente, más competida de lo que la mayoría “informada” considera.