Teléfono rojo
Para los mexicanos no es fácil entender la política de EU. Los dos países tienen un régimen presidencial, pero con diferencias monumentales. De origen, en el sistema norteamericano hay un poder ejecutivo acotado. La preocupación de los padres fundadores fue que el presidente involucionara en monarca, justo lo que repudiaban de Inglaterra. Por eso, el depositario de la soberanía nacional es la Cámara de Representantes. Por igual razón evitaron la elección del mandatario por voto directo popular. La historia de México apunta en sentido contrario, un anhelo por el presidencialismo que derivó en caudillismo primero y después en un hiperpresidencialismo. Los mexicanos no creen en sus legisladores, sí y de manera poco conveniente, en el presidencialismo exacerbado, razón de la popularidad de López Obrador.
Muchas son las implicaciones. En primer término, el presidente norteamericano es una figura poderosa, pero controlado por el Congreso, por sus propios correligionarios y también por los Estados y los factores de poder, casi siempre económicos, que son el elemento más influyente en la reelección de diputados o representantes, senadores y titulares de cargos ejecutivos.
Ni por mucho en EU el presidente puede asumir una postura personal en los temas fundamentales, especialmente en la política internacional, como sucede en México. A cambio de colaboración en el tema migratorio, AMLO puede obtener muchas concesiones de Joe Biden, pero nunca las que vayan en contra del interés del Congreso, de los factores de poder o de los Estados. De hecho, el desentendimiento del presidente mexicano a todo lo dispuesto por el T-MEC es el principal elemento de discordia. Las faltas también están en el gobierno norteamericano, sobre todo por los subsidios a las armadoras norteamericanas a manera de acelerar la transición energética.
Hay mucha ingenuidad en quienes creen que Biden confrontaría a AMLO por diferencias en economía o de política internacional. Así, la mayor probabilidad reside en que el encuentro llevará al fortalecimiento de la relación bilateral y la personal entre los mandatarios. Ambos se necesitan, más el del norte a la luz de su deteriorada imagen, del impacto negativo en materia migratoria y la proximidad de los comicios legislativos. Por ahora, el pronóstico es que los demócratas perderán su mayoría en ambos órganos, con muy negativos efectos para la reelección de Biden en 2024, si es que mantiene su decisión de presentarse.
Un tema de genuina preocupación en la visión estratégica de EU es el tema del fentanilo y la seguridad regional. También son los efectos que pudiera tener en la economía mexicana las demandas de las empresas norteamericanas por el incumplimiento del T-MEC. López Obrador, quizás con la ligereza del embajador Ken Salazar, asume que se pueden contener las pretensiones de indemnización en los litigios que llevan las firmas norteamericanas mediante acuerdos con los CEOs de éstas, cosa que difícilmente sucedería por las restricciones que impone la ley contra prácticas corruptas a ese tipo de acuerdos y porque los directivos raras veces son los dueños y soluciones de tal naturaleza requieren de la aprobación de sus órganos de gobierno corporativo. Se puede convencer a un director general, pero difícilmente a un consejo integrado por muchos intereses.
Es previsible que en algún momento del encuentro Joe Biden comparta, en buena lid, su preocupación por ambos asuntos: es posible que al presidente mexicano se le informe sobre el avance del crimen organizado y también el monto de las indemnizaciones que se acumularían; por cierto, a cumplir por la próxima administración. Las consecuencias son sumamente graves y, al parecer, políticos, analistas financieros o consultores no han dimensionado la amenaza que se cierne sobre la economía nacional para un país que difícilmente puede solventar su gasto para lo básico, y que registra un severo deterioro e insuficiencia de infraestructura.