La suerte de Cuitláhuac, el indeseable
No hay nada peor que los contendientes perdedores de un proceso democrático pasen de melancólicos a lúgubres. Porque su comprensible indignación se transforma en miedo bruto, su análisis sociopolítico pasa de disparatado a descabellado, sus consignas políticas se tornan esotéricas y su esperanza se vuelve puro revanchismo.
En mi opinión, a pesar del estrepitoso fracaso de las organizaciones partidistas tradicionales en el pasado proceso electoral, México no necesita un nuevo partido político nacional; sin embargo, sí considero que urge una serie de movimientos politizados que atiendan palmo a palmo las necesidades específicas de cada localidad y región.
Dichos movimientos deberían, en mayor o menor medida, converger por trayectoria en su disenso ante posibles abusos onmínodos de poder o de poderes fácticos. Es decir: construir oposición. Pero no desde la efímera etiqueta propagandística sino desde las realidades que, independiente de la administración pública que dinamice la organización política, requieran contrapesos para visibilizar carencias, injusticias o necesidades concretas.
Por el contrario, es una pésima idea que la sensación de derrota se congregue en operatividad partidista o movimiento político. No es una cosa menor si los arranques verbales se tornan en fenómeno social. Y no se debe ser cauto al denunciarlo: el surgimiento de una movilización popular fundamentada en prejuicios y en maledicencias contra los distintos siempre arrastra riesgos fascistoides.
Más que el país en su totalidad, muchas de sus regiones necesitan agrupaciones políticas que representen búsquedas sociales y comunitarias concretas. Esos son los auténticos “contrapesos” de poder de los que hoy se habla tanto. Por el contrario, una agrupación política nacional que aspire a los privilegios de las representaciones federales antes que a la dignidad de las representaciones locales, tendrá un horizonte tan inasible como las “banderas simbólicas” que intente liderar.
Por ejemplo, la consigna de la “libertad” (como está de moda entre personajes que idealizan la autosuficiencia egoísta) es una bandera y causa tan extensa como inasible, abierta a interpretaciones filosóficas inmensas y, al mismo tiempo, completamente impráctica desde la ejecución de un gobierno cuya única función es justamente la de poner fronteras a esa libertad; enarbolar racionalmente dicha bandera podría generar un exaltado movimiento populista cuya única consigna sea la que confirme que los derechos no acaban sino hasta que se termina el presupuesto.
Otras banderas simbólicas como la paz, la unidad, la reconciliación o la verdad padecen el mismo problema: su inasibilidad ante dramas concretos y cotidianos de la gente de a pie.
Es por ello que no considero que haga falta un nuevo partido o movimiento político emergente; creo que hacen falta muchos movimientos políticos que no se enfoquen en esos argumentos teatralizados de salvación total. De lo contrario, es posible que los nuevos movimientos políticos no reivindiquen demandas o denuncias sociales concretas sino que aspiren a conservar o acrecentar las relaciones asimétricas de privilegios disfrazadas de “nuevos derechos”.
Habrá que estar al tanto de estos nuevos cantos de sirena que, bajo llamados a la epicidad heróica, se levanten como movimientos de la ‘verdadera’ ciudadanía, de la ‘auténtica’ voluntad y de los ‘verdaderos’ intereses.
En política se debe salvar la colectividad, el todo; el país en su plena pluralidad y diversidad; una idea de nación que supere las categorías, poderes y clases. Porque, como sabe cualquiera que tiene interés en la historia política: todo cambio siempre es desastroso, siempre hay un momento en que la idea de nuestro Estado nacional se hace añicos ante el apetito de los perversos y las pasiones facciosas ilimitadas. Pero siempre se reconstruye, a veces desde su soberanía y otras veces bajo la imposición de intereses ajenos; a veces las crisis se superan bajo visiones totémicas de un Estado de fachadas marmóreas y cimientos endebles; y a veces con esfuerzos más arduos y lentos pero de resultados más duraderos: visiones democráticas, plurales, diversas, solidarias, subsidiarias, colegiales, corresponsables.
La construcción de una alternativa política siempre implica ‘ahondar la zanja’ en el status quo; y eso solo se logra a nivel de suelo; en tierra verdadera y no en las redes sociales.