Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Por Ivette Estrada
La enfermedad es penumbra. Implica la inmersión en nuevos rituales de vida y aceptación de otras realidades. Sin embargo, también en una pausa que nos reconcentra en lo que somos y lo que es importante en cada uno. Es la aceptación a algo que está más allá de lo que dábamos por indestructible. Es un viraje hacia lo que asumíamos como verdad inalterable.
¿Y que hay de la soledad? La asociamos de manera inmediata e irreflexiva con la desolación y la pena. Empero, mi bisabuela paterna se llamaba Soledad. Y desde ahí asocié su nombre a la alegría por nada y por todo. A venerar distintos relatos extraídos de la imaginación y a comprender la sacralidad de la comida y el pan. Soledad es infinita alegría, porque en ella se gesta lo más asombroso y perdurable, porque en ella restructuramos los recuerdos y anécdotas para rescribir nuestras vivencias e historia. En la soledad se crea, piensa, recuerda y se ama.
Si. Se ama. Porque el “otro” no es nada hasta que se hace parte de tu vida, hasta que le otorgas significados que van más allá de una comprensión superficial de quién es y qué representa.
De manera simultánea, muerte es principio. Lloramos lo que fue, lo que vivimos. Porque no solemos regirnos por una sabiduría milenaria y perdidamente rota que asimilaba la existencia como una espiral sin finales.
Tememos la muerte de lo que amamos, pero también pretendemos evadir un pensamiento sobre nuestro fin en esta realidad. Lo consideramos funesto y perverso. Pero quien no piensa en la muerte tampoco lo hace con la vida. Es un acto proyectivo hacia lo que deseamos experimentar.
Hay quienes creen en la reencarnación. Otros rehúsan esa posibilidad. En las grandes religiones nos enseñan a creer en un lugar idílico llamado cielo. Asumimos que cuando los seres que amamos dejan este plano tridimensional y cinco sensorial van a un reino de infinitas posibilidades de paz.
Cualquiera que sea nuestra creencia debemos remitirnos a un principio ancestral y elemental: muerte es inicio. La vida no es un círculo que debe cerrase. La flor se seca y sus semillas germinan vida nueva, su esencia queda. No asumirlo de esta manera es creer que somos sólo materia.
¡Dónde quedan entonces nuestra imaginación, ideas y el sentido de la benevolencia absoluta y creación? Un ser sin dioses sí debe aterrase ante un final inminente y acotado a lo tangible. Pero el amor no perece cuando trasciende quien se ama. Permanece ahí, aunque en una dimensión diferente y quiero creer, más feliz.
Existimos en paradojas múltiples. El maniqueísmo no puede guiarnos. No debemos tachar una realidad de suplicio porque debemos aprender a “ver”. Nuestra realidad no puede limitarse a un sentido físico. Debe extenderse hasta aceptar nuestra profunda hechura del soma, psique y pneuma.
No es sólo darle más lugar a nuestra mente o psique. Es asumirnos como seres espiriruales y desde esa óptica juzgar “lo malo” que nos ocurre.
Mi mamá me contaba un cuento en el que cada hecho que enfrentaba una familia lo miraban con la filosofía de “bueno o malo no se sabe…”. Es nuestra percepción la criba de nuestra realidad. Y ni la enfermedad/dolor, soledad o muerte son entidades rechazables. Todo ser, estadio o cosa, tiene una razón de aportar a nuestra gran y única verdad.