Teléfono rojo
Hoy es el primer día. Inicia una era de realizaciones y de construcciones felices. Comienza un ciclo en el que decidimos ser mejores que antes, que tratamos de aportar al crecimiento de otros aunque nuestras fuerzas sean exiguas y los recursos parcos. Hoy nos asumimos como grandes seres con una misión.
¿Por qué? Porque Navidad representa la oportunidad. Porque es un recuerdo fehaciente de que podemos impulsar los cambios que queremos en el mundo, escribir los libros que deseamos leer, generar las obras que nos gustaría tener. Porque aunque el cinismo nos haya cegado muchas veces, debemos entender que las enormes transfiguraciones en el mundo inician con nosotros y nuestra percepción.
No podemos incidir en el curso de la historia y las grandes irrupciones que testificaremos a lo largo de la vida, pero si la manera de abordarlas y las actitudes y decisiones que generaremos. No esperaremos cambios en otros, sino en lo que hoy somos. Debemos crear una reinvención de nuestras capacidades y extender los dones. Hoy podemos iniciar una espiral ascendente hacia el aprendizaje continuo.
Que en nuestros grandes soliloquios aparezca la noción de cómo podemos servir a los demás, de qué manera podemos aportar valor a otros, en qué formas podemos incidir en que todos tengan otras visiones de su propia capacidad y valor.
Navidad es principio. El origen de una mejor versión de nosotros mismos. La etapa en la que cerramos viejas rencillas y nos abocamos en el perdón por nuestros errores. Cesa la condena a los yerros. Inicia la oportunidad de transformar lo que no queremos y apuntalar esperanzas.
Inicia la etapa más venturosa y feliz. ¿La fecha es arbitraria? Tal vez, pero también convenientemente significativa. Es lunes, inicio de semana laboral, pero más determinante aún: es Navidad. Nace en la memoria y emociones el Gran Maestro.
Su enseñanza fue el Amor. Si el Antiguo Testamento nos condenó al sufrimiento y temor de Dios, un Jesucristo sabio sólo nos dio un mandato: Amar a los otros como a nosotros mismo, como Él nos ama.
Eso es altamente revelador. Es el permiso divino para el amor propia, para fortalecer la autoestima, para creernos seres capaces de emprender rutas de fortuna, pero también de amor a otros sin restricciones. Estamos hechos con polvo de estrellas.
Y uno de los rostros más “terrenales” y asequibles del amor es el servicio.
Entonces el planteamiento resulta sustancial: ¿cuáles de mis capacidades, destrezas y dones pueden servir a los demás?, ¿cómo puedo enriquecer la vida de los otros, lograr que tengan una visión más benigna de si mismos, facilitarles la vida, ayudarles a descubrir caminos?
Navidad es un permiso ancestral para transformar y aspirar a grandes y trascendentales cosas, es el momento idóneo para poderle implorar al Creador de la vida y de todo: Señor, permíteme ser una llama siempre viva, una lámpara encendida.
Y el Señor no con un tinte segregasionista de género, sino como el símbolo eterno de respeto con el que uno invoca lo más grande, con lo que emerge la noción de Divinidad.
Y aspirar a ser luz es clamar por encontrar nuestro propio significado de vida y, en el camino, lograr que otros encuentren respuestas y se sepan relevantes con la misión de vida que decidan.
Feliz inicio de vida. Feliz nacimiento de semillas de cambio y bondad. Hoy es el momento de decidir ser felices.