Libros de ayer y hoy
Comienzo por expresar el más profundo repudio respecto a los hechos lamentables, trágicos y alevosos en los que el pasado 26 de septiembre desaparecieron 43 jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, ocurridos en Iguala, Guerrero, situación que hasta ahora no han sido suficientemente esclarecida ni castigada por las autoridades competentes, si es que a estas alturas aún cabe el término.
Es un avance mínimo, pero al menos desvanece un poco el enorme descrédito institucional, el que por fin haya solicitado licencia a su cargo el gobernador de aquella entidad, Ángel Aguirre Rivero, quien con ello admite al menos su falta de rectoría en materia de garantizar los derechos más elementales a los ciudadanos guerrerenses.
Lamentablemente, a pesar de la enorme magnitud de este abominable incidente, que ya es conocido en todo el orbe e igualmente repudiado, no nos encontramos ante un hecho aislado, sino que hay miles y miles de víctimas de la violencia a lo largo y ancho de toda la geografía nacional, quienes han sido asesinados, mutilados, lisiados, desterrados, desaparecidos y coaccionados por grupos fácticos que mantienen a muchas localidades de este país en estado de excepción, a lo cual tiene que ponerse fin ya. Es infamante que hayan aparecido decenas de cadáveres y varias fosas clandestinas en territorio guerrerense, sin que al momento sean identificados a los jóvenes normalistas entre ellos.
Esto es indicativo de que con una búsqueda con relativo rigor aparecerán las evidencias de actos incalificables y esparce la duda sobre lo que podría encontrarse excavando el resto del subsuelo nacional.Una vez más nos encontramos bajo el escrutinio de la comunidad internacional por un contrato social incumplido y por el empoderamiento de la violencia, corrupción e impunidad, que son fenómenos cuya repetición es inaceptable, ya que nos hacen cuestionarnos si estamos realmente transitando por el sendero del desarrollo y de la armonía como país y si este escenario es el que queremos que vivan nuestros hijos en unos años. Es innegable que como nación, las tendencias de los principales indicadores de desarrollo humano no nos son favorables y actos reprobables como el ocurrido en Guerrero solamente siembran más incertidumbre y descrédito hacia nuestro doliente México entre la comunidad internacional.En particular, la matanza de Iguala enluta a todo el sistema educativo nacional.
Independientemente de si en algún momento he discrepado en la opinión sobre algunos temas específicos con los militantes del movimiento normalista, es axiomático que todo aquel joven que aspire, sueñe y realice un esfuerzo genuino y sincero por ser maestro, no merece tener un final como el que se señala por versiones extraoficiales les fue propinado a los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa, donde a decir de algunos, prevalecieron el salvajismo y la saña, creyendo sus perpetradores que el manto de impunidad les cobijaría para siempre.Sumo mi voz al clamor de que las autoridades esclarezcan los hechos a la brevedad.
Es impensable guardar un ignominioso y permisivo silencio ante acciones de evidente lesa humanidad, por lo que miles y miles de mexicanos exigimos hoy que las autoridades otorguen garantías a todos los mexicanos de que este tipo de situaciones no se repetirán jamás, castigando con todo el peso de la ley a los autores materiales e intelectuales de este crimen y previniendo en lo sucesivo todo indicio de transgresión a los derechos humanos. Es importante señalar que también es perentorio que los estudiantes normalistas dejen de ser manejados por inescrupulosos intereses cupulares, porque ante la ausencia de garantías constitucionales continuarán siendo víctimas colaterales de la violencia y ambición de unos cuantos. Se debe blindar la vocación docente de tales flagelos. No olvidemos que Paul Valery decía que “la guerra es una masacre entre gente que no se conoce, para provecho de gente que sí se conoce pero no se masacra”.
Por ello, es inadmisible que a los jóvenes se les exponga constantemente, que sean impelidos a realizar toda clase de actos de presión hacia la autoridad establecida y la sociedad local, con lo cual son recipiendarios en muchas ocasiones del repudio hacia las tácticas que ellos simplemente operan, exponiéndolos a una impredecible reacción ciudadana, siendo que quienes verdaderamente se benefician de sus protestas ya han resuelto sus existencias y las de su descendencia, a costa de las inconscientes acciones temerarias de quienes deberían de estar recibiendo formación docente en las aulas. Es asimismo lamentable que en escuelas y facultades de la nación se estén parando actividades docentes y protestando por haberse perpetrado una atrocidad con otro contrasentido.
Es mucho muy penoso que el costo de la protesta se pague en lo educativo. Si bien es sumamente positivo que se tengan presentes los derechos humanos en la conciencia de cada estudiante, es delicado que se privilegie manifestar el repudio a actos consumados sobre las actividades sustantivas de un alumno. Si el derecho a aprender se pondera adecuadamente, sin duda habría horarios, circunstancias y mecanismos para protestar sin distraerse del proceso de enseñanza-aprendizaje.
Estudiar en una escuela normal, pero dedicar el tiempo destinado a convertirse en formador de las próximas generaciones a sabotear las actividades educativas es una rotunda contradicción vocacional que no debe justificarse con los hechos arteros de Iguala, Guerrero.
Digamos no a la impunidad, en todas sus expresiones.
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