Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
No es prisión preventiva, para efectos prácticos se trata de cárcel, arbitraria y sin oportunidad de defensa, una condena ejecutiva sin derecho a la defensa o a presentar pruebas, una ejecución sumaria civil. Vivimos tiempos de arbitrariedad extrema, de justicia penal para anular al opositor, intimidar al independiente y acreditar la indisputada supremacía de quien detenta el poder ejecutivo.
El uso político de la justicia penal viene de tiempo atrás. Ostensible cuando Peña Nieto pretendió cobrarse la afrenta de Ricardo Anaya por haber señalado que de ganar lo metería a la cárcel. Seguramente el agravio viene de antes, cuando el PAN frustró la designación de procurador o fiscal a la medida del grupo gobernante. Un interino en la PGR fue suficiente para que el candidato presidencial opositor enfrentara el arrebato autoritario por mandato presidencial. Ese fue el precedente, si Peña actuó a partir de lo avieso, ¿por qué no recurrir a lo mismo en la guerra santa y la cruzada justiciera por los pobres y contra la corrupción?
Menos ostensible, pero con igual objetivo ocurrió con López Obrador en su gestión como jefe de gobierno del entonces DF. Un claro uso político de justicia penal por el propósito político que la inspiraba. No importa si es uno o es otro, si es para una o para otra causa o proyecto, en el país de la oprobiosa impunidad debe quedar firme la condena cuando el poder decide ejercer el rigor de la justicia penal a quien representa una amenaza en la disputa por el poder.
Doblemente preocupante resulta el caso de la Fiscalía general de la Ciudad de México. Prácticamente cualquier adversario está bajo el acecho arbitrario del fiscal para investigar, acusar, exterminar los derechos que van más allá de la pérdida del espacio de privacidadde toda persona. La fiscal Godoy dice que las solicitudes son apócrifas, no autorizadas, que no es lo mismo. La realidad es que la compañía telefónica envió la información requerida y en esos casos se trata de rivales políticos de relieve, incluso funcionarios de casa como los senadores Ricardo Monreal e Higinio Martínez, además de Horacio Duarte.
López Obrador tiene razón en señalar la parcialidad frecuente de los juzgadores, pero oculta que casi siempre juegan en favor del poder político, del gobernante como fue evidente en el caso de Rosario Robles. En la Corte, los casos más grotescos y groseros de parcialidad en los ministros vienen de quienes el presidente considera ideal de lo que debe ser un juzgador. Para él no hay otra justicia que la defensa de su causa, lo demás es quimera al servicio del corrupto. La decadencia de la República sobreviene no sólo por la inmoralidad o corrupción, también por el usufructo que de eso hace quien detenta la autoridad política.
No es una contradicción que la impunidad se acompañe del uso político de la justicia penal; son complementarias. La impunidad siempre ha sido calculada. La hay para el poderoso en la justicia cotidiana, no siempre el del dinero, aunque frecuente. En caso de la justicia trascendente el poder es el presidente, al que complica el freno que implica la legalidad. López Obrador no pelea con los ministros Piña, González Alcántara, el magistrado Reyes o los trabajadores del Poder Judicial; su lucha no es contra personas, es contra la Constitución. En su idea del poder su causa es superior, mayor y casi sagrada frente al pueril argumento legal de que la carta magna debe prevalecer, limitando la discrecionalidad presidencial y el abuso del poder. Para él palabras de leguleyo y de vulgar politiquería.
La impunidad calculada que ahora vivimos igual que la impunidad generalizada del pasado es, sin duda, herida mayor en el cuerpo nacional. El presidente lo entiende y utiliza para volver culpable a lo que queda de justicia confiable, que no es menor porque está en la Suprema Corte de Justicia y en buena parte del Poder Judicial Federal. La mayoría concede y por eso el presidente gana el argumento y el apoyo popular, sin considerar que la causa mayor de la falta de justicia es la arbitrariedad y corrupción del gobernante.
La prisión preventiva es un monumento a la arbitrariedad y un recurso fundamental para administrar la impunidad con la discrecionalidad del poderoso en su afán de dominar, intimidar y someter a todos bajo la idea de que nadie aguanta la indagatoria de un fiscal hostil, malicioso y parcial.