Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Durante los últimos veinte años de su vida Winston Churchill fue aclamado como el más grande inglés de su tiempo y a su muerte el 24 de enero de 1965 a los 91 años de edad, millones le guardaron luto en todos los confines del mundo.
Con su nombre se han bautizado desde acorazados hasta cigarrillos. Los libros sobre su vida y obra llenan bibliotecas. La televisión y el cine lo han inmortalizado en el imaginario colectivo. Los cuadros que pintó se venden a precios exorbitantes en las galerías más afamadas y frases suyas ornan en piedra y bronce recintos en todas las latitudes.
Churchill fue una de las figuras más importantes del conflictivo siglo XX. Su vida política se extendió de 1911 a 1955, cuarenta y cuatro agitados años durante los cuales el mundo se vio envuelto en dos guerras mundiales y la geopolítica del planeta dio un giro de 180 grados.
Su desempeño público fue portentoso: dos veces Primer Ministro, ministro de Marina y ministro de Pertrechos de Guerra, ministro del Interior y ministro de Hacienda, además de ocupar escaños en la Cámara de los Comunes tanto por el Partido Liberal como por el Conservador. Y como cereza del pastel, fue galardonado con el Premio Nobel de literatura.
En su vida privada fue soldado y periodista. Orador compulsivo y escritor enorme y prolífico, dejó, según la azorada reflexión de David Cannadine, “Una incomparable e intimidante montaña de palabras”. Según las cuentas de este editor, entre 1900 y 1955, Churchill pronunció en promedio un discurso a la semana: ocho volúmenes con más de cuatro millones de palabras.
Winston fue el único dirigente político inglés de su generación a quien Adolf Hitler no intimidó. Mientras que Halifax, Chamberlain et. al. urgían aplacar al dictador con una capitulacion disfrazada de armisticio y abandonar a la bota nazi al resto de Europa, el Primer Ministro arengaba a su pueblo:
«Lucharemos en las playas, en los desembarcaderos, en los campos y en las calles; pelearemos en las colinas; ¡nunca nos rendiremos!”
En el Parlamento encendió el ánimo de sus compatriotas durante uno de los momentos más oscuros y peligrosos de la historia moderna: “¡Sólo puedo ofrecerles sangre, trabajo, lágrimas y sudor!”.
También fue autor de la sentencia que describía a la URSS como “Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. Y desde luego la inmortal frase: “Nunca, en el terreno del conflicto humano, tantos han estado en tan grande deuda con tan pocos”, pronunciada en gratitud al puñado de pilotos de combate aéreo que defendieron a la isla durante la Batalla de Inglaterra.
He aquí un grande en todos los sentidos -incluyendo excesos y pasiones- cuyos primeros años, sin embargo, no fueron preludio de nada sobresaliente. Al contrario, fue un niño enfermizo y torpe, nada brillante y rechazado por sus compañeros de escuela. Era bajo de estatura, más bien jorobado, de caminar torpe, piel delicada, mentón débil y cintura voluminosa. Y como si todo eso no fuera desgracia suficiente, tartamudo.
Winston Leonard Spencer Churchill nació en 1874 en el palacio Blenheim de Oxfordshire, al oeste de Londres, hijo del político conservador Lord Randolph Churchill y de la estadounidense Jennie Jerome, una destacada socialite de la nueva aristocracia yanqui de Brooklin.
Fue descendiente directo del laureado John Churchill, primer duque de Marlborough, brazo armado de cinco monarcas (1650-1722), y tuvo una infancia solitaria. Fue alumno en Harrow, en donde no brilló. Ingresó al colegio militar de Sandhurst después de presentar tres veces el examen de admisión, al parecer con ayuda de su padre.
Winston fue ejemplo de permanente superación. Para ser estadista tuvo que ser orador. Para ser orador no podía ser tartamudo… ergo, superó ese impedimento a pura fuerza de voluntad.
Resulta un tanto incómodo, al recordar las virtudes de este hombre, contrastarlas con el juicio que mereció de sus compatriotas durante una buena parte de su carrera: inflado, huero, superficial, ofensivo, insensible, mediocre, inestable… parece que los adjetivos críticos fueron tan abundantes en su vida como elogiosos después a su memoria.
Su biografía tiene pasajes negros, con decisiones militares que llevaron a la muerte a miles de soldados, y tintes racistas. En 1937 dijo no admitir que se hubiese cometido una injusticia contra los indígenas en Estados Unidos y Australia “por el hecho de que una raza de grado superior, con más sabiduría sobre el mundo, por decirlo de alguna manera, haya llegado y haya ocupado su lugar”.
En la Cámara de los Comunes se refirió a Gandhi, el padre de la independencia india, con lenguaje propio de rufián del West End: “¡Ese faquir semidesnudo!”, exclamó. Pasó por alto que Mohandas era producto del sistema universitario inglés, reconocido por el Alto Tribunal de Su Majestad, que se veía a sí mismo como un “hijo del Imperio” y que valoraba la ley y la justicia por sobre todas las cosas.
David Cannadine, editor de sus discursos, juzgó que “parte del problema fue que lo mismo exuberante de su retórica y la desconcertante facilidad con que la aplicaba a causas diversas e incluso contradictorias, sirvió para reforzar la sensación de que era un hombre de temperamento inestable y juicio defectuoso, sin pizca del sentido de las proporciones
“[…] Además, la prosa bruñida de Churchill frecuentemente asestaba grandes ofensas y reforzaba otra crítica extendida: que era por completo insensible a los sentimientos de los demás […] Como una vez dijo Attlee, ‘el señor Churchill es un gran amo de las palabras, pero es algo terrible cuando el amo de las palabras se convierte en un esclavo de ellas, porque nada hay tras esas palabras, sólo son palabras de ofensa’ [Su oratoria] con frecuencia sonaba falsa, vana, pomposa e inflada
“[…] Después de escucharlo, una mujer opinó que era ‘un ridículo hombrecillo, detestable cual actor cómico’, con sus brazos cruzados, ‘su mechón alborotado y su vocecilla de teatro popular’”.
Aún se recuerdan con emoción las transmisiones de sus discursos en la BBC de Londres y su tono de voz más bien apagado que contrastaba con las ideas certeras y las metáforas deslumbrantes de sus piezas oratorias.
¿Cómo construir la capacidad de decir tantas cosas en tan pocas palabras? Sólo los verdaderos estadistas tienen ese don. El 18 de junio de 1940, en una de las horas negras de la nación, en vísperas de la “Batalla de Inglaterra”, con el sombrío sentimiento de que el pueblo inglés llevaba a sus espaldas todo el peso de la guerra de agresión nazi, Winston se dirigió a la Cámara de los Comunes en una alocución memorable:
“Seamos fuertes en nuestro deber, y con tanta fortaleza, que si el Imperio Británico y el Commonwealth existen dentro de mil años, la humanidad siga diciendo: ¡Ese fue su gran momento!”
El Diccionario Oxford de Citas Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo que lo coloca en el nivel de los clásicos de la antigüedad.
Su sentido del humor también fue legendario. Según recordó su hijo en una entrevista con la BBC en 1992, durante una estancia como huésped en la Casa Blanca salió de la regadera, se imaginará usted en qué atuendo, y se encontró de frente al presidente Roosevelt. Sin inmutarse, Churchill habría expresado: “¡El Primer Ministro no tiene nada que esconder al Presidente de los Estados Unidos!”
Otra anécdota que usted seguramente habrá escuchado con otros personajes y otros ingredientes, se debe a la memoria de Consuelo Vanderbilt: en una reunión, la antipática Nancy Astor, que lo detestaba, le dijo con una letal sonrisa fingida: “Si yo fuera su esposa, Winston, le pondría veneno en el café” … A lo que éste respondió: “Señora, si yo fuese su esposo … ¡lo bebería!”