Un vecino distante, desconfiado y colérico nos vigila
Felipe de J. Monroy*
Si se quiere saber qué es la polarización, basta con mirar las reacciones de estos días entorno al debate sobre las instituciones electorales en México: O se defiende al INE con todo y el inescrupuloso e inexplicable gasto de su actual cúpula de usufructuarios; o se promueve la reforma electoral del presidente López Obrador con todo y el riesgo autócrata de hegemonía unipartidista que implica.
Aún más, si acaso hay voces o reflexiones que analizan con moderación y sin apasionamientos las cosas negativas y positivas de ambas posturas, es claro que nadie las está escuchando o quizá sucede que ambos sectores en pugna simplemente las acallan.
Porque quizá es lo que en el fondo ambos polos realmente desean: poder sin cuestionamiento, margen de operación sin mediación popular e invariabilidad de su cómoda posición de control y privilegio.
¿Será posible que tanto la cúpula del INE como el inquilino del Palacio Nacional coinciden en no querer esa verdadera responsabilidad democrática que faculta a la ciudadanía a modificar sus instituciones cuando éstas no responden a las verdaderas necesidades del pueblo? ¿Será que no están defendiendo lo posible sino el modelo anquilosado que los coloca en situaciones de inmenso privilegio y poder?
Si el INE parece defender la privilegiada exención de los organismos descentralizados capaces de sustraerse de cualquier drama del pueblo mientras siguen ensanchando sus bienes y prerrogativas argumentando un ‘bien social’; el Ejecutivo nacional parece no querer dejar la herencia priísta del maximato y el presidencialismo históricos cuya lógica paternalista acusa de inmadurez democrática de la sociedad contemporánea. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Sólo hay un escenario posible de entre estos dos?
Las leyes, las instituciones y las dinámicas sociales no son inmutables. En una democracia moderadamente sana (que promueve tanto la libertad y derechos de sus ciudadanos como la soberanía popular y el bien común), las instituciones y las leyes deben tener márgenes de adaptabilidad y apertura al cambio sin vulnerar la esencia misma del pueblo. Esto no es nada sencillo porque no todos contemplan al ‘pueblo’ con los mismos ojos: unos lo ven con cualidades angelicales (bueno, infalible, justo) y otros con cinismo pragmático (un grupo de tensión entre necesitados y satisfechos). En esto, hasta el papa Francisco reconoce el problema: “Pueblo no es una categoría lógica, ni una categoría mística… es una categoría mítica”, dice en Fratelli Tutti.
Así que los verdaderos apóstoles de la democracia quizá deban apartarse de los extremos que exigen tanto el INE como López Obrador y sus respectivos voceros. Es imprescindible hacer crítica sobre los evidentes excesos en los que han incurrido los administradores del organismo descentralizado cuyo valor de arbitraje electoral no es sólo técnico sino profundamente moral; y también es necesario alertar sobre las notables debilidades del régimen presidencial actual en materia de transparencia, justicia, imparcialidad y respeto al federalismo y al libre juego democrático.
La defensa a ultranza de un bando refuerza los indignantes privilegios de una élite oligarca indemne a la fiscalización; mientras que la ciega adhesión al bando opuesto implica la renuncia a diversas conquistas ciudadanas que equilibran el ejercicio del poder político en el país.
El escritor Alfonso Reyes, en el horizonte de la Revolución mexicana, una vez apuntó que la constitución de 1857 (y sus reformas de 1873 y 1883) sólo significaba “un poema jacobino fraguado entre los relámpagos de la otra guerra civil y apenas nutrido en la filosofía de los derechos del hombre”. Era aquella una constitución con cinco décadas de maduración que sirvió de almohada para el sueño dictatorial porfirista. Hoy tenemos una Carta Magna añejada más de un siglo, mancillada, mutilada, parchada, remendada y aderezada con los más inverosímiles apósitos que poco dicen ya de aquel texto de 1917 cuya esencia básicamente fue un compendio de principios sociales, de perspectiva popular-nacionalista y laicismo ideológico, que condensó la naturaleza dogmática y orgánica de todas las instituciones estatales.
Mucha agua ha pasado bajo ese puente y ahora casi es imposible reconocer los valores republicanos o del social-nacionalismo de nuestra Constitución (originalmente la primera constitución social de la historia mundial). Todo cambia. Así que tanto el presidencialismo caciquil que enarbola López Obrador como los excesos de los organismos descentralizados como el INE pueden -y quizá deban- cambiar.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe