Libros de ayer y hoy
AMLO y sus encomiables intenciones son rehenes de las fijaciones y de la manera de entenderse a sí mismo en su misión personal, política e institucional.
Personas y colectivos están ávidos de certeza. La incertidumbre provoca inquietud. Propio de la certeza es el mundo conservador; del liberal, la incertidumbre. La certeza da claridad y somete; la incertidumbre mueve a la acción y a la reflexión; no niega las certezas que aprecia como anhelo y hace de la certeza de derechos aspiración obligada.
El eje del discurso lopezobradorista es el de la certeza. Por eso su perfil es más próximo al de un líder religioso que al de la política; ésta es vista como un espacio mundano, dominado por la ambición vulgar. La misión es evangelizar, convertir, sumar; también, señalar el mal, al enemigo, a aquello que hay que extirpar, eliminar.
El enemigo se lleva adentro y es la ambición por la riqueza. La polarización es consecuencia, y vehículo para justificar el bien de la causa.
Es inevitable, asimismo, el complejo de superioridad moral, que conlleva un sentido de causa por encima de todo y todos: su sentido de justicia sobre la ley, la humildad sobre el aspiracionismo, el proyecto propio sobre cualquier otro.
Las demandas, las exigencias de los demás, el escrutinio al poder son trampa de los moralmente inferiores, trátese de las víctimas de la violencia, del reclamo de las mujeres por la opresión, de la exigencia de medicamentos para menores con cáncer o de la comunidad académica del CIDE agredida desde el gobierno. La certeza va de la mano del autoritarismo al menos en dos sentidos: la intolerancia y la negación de la coexistencia.
¿Cómo se puede tolerar al enemigo? ¿Cómo coexistir con el mal? La causa se traslada al terreno de la guerra con todas sus implicaciones: el aniquilamiento, la intransigencia, la lealtad ciega y la pretensión de una victoria total, permanente.
El fin justifica a los medios, incluso abrazar a lo más corrupto del PRI. La historia y su interpretación a modo es indispensable para ganar legitimidad.
El voto popular no importa, es la causa la que abreva de todas las luchas populares, sean de los pueblos originarios en la conquista, de Hidalgo, de Juárez o de Madero. Ya se ha dicho, invocar a la historia como origen y razón de mandato es fundamento del autoritarismo.
El presidente López Obrador y sus encomiables intenciones son rehenes de las fijaciones y de la manera de entenderse a sí mismo en su misión personal, política e institucional. Ante la certeza de causa no hay espacio para la incertidumbre, la reflexión ni para la evaluación de realizaciones al margen de pretensiones retóricas.
La realidad, siempre desafiante, siempre compleja, se somete al prisma de la certeza. Por ello el mensaje recurrente es el de la causa que todo justifica. Se invoca al pueblo y a la historia a manera de eludir la responsabilidad presente y encontrar santuario frente a la adversidad o la evidente distancia entre promesa y logro.
El tiempo, que impone límite fatal y perentorio se vuelve maldición, más en una nación negada a la reelección presidencial.
Se puede declarar y pretender que ya se ganó la guerra; que la corrupción terminó; que hay una nueva moral; que el enemigo quedó eternamente derrotado; que hoy los mexicanos son más felices que siempre; que los empresarios y demás adversarios ahora reconocen la maldad del pasado y la bondad del presente.
Pero, la numeralia de la violencia, de la pobreza, de la desigualdad, de la desconfianza del inversionista, del atraso en la obra pública es condena que no se puede regatear con retórica, y aterra que sea la medida de una transformación que no tiene otra valoración que la del líder.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto