Líneas Quadratín
En las trincheras de las guerras se dice que tan importante es proveer al soldado de armas como de agua; y aunque no suele ser retratada ni en el cine ni en los libros de historia, la compleja logística de suministros y atención de las tropas en las acciones bélicas es tanto o más importante que la refriega en sí.
Pero incluso más relevante que los suministros y las armas, la guerra -lo sabemos- se alimenta mucho antes: con campañas narrativas, con política verbal, con sesgos culturales que, desde ciertos intereses, se corrompe y envenena al prójimo. Es decir, antes del conflicto, la campaña nutre de odio y radicalización la existencia de los bandos y la inevitabilidad de la confrontación. Esto se hace desde alguna posición de poder y, en nuestros días, el poder se concentra en las instituciones a las que se les confiere ese derecho.
¿Estamos frente al preludio de una guerra cultural alimentada de radicalismos y polarización? ¿Por qué las tensiones políticas, filosóficas y hasta antropológicas de nuestros días parecen reducir al ser humano a un ente unidimensional, monocromático? ¿Por qué parece que, desde los más altos espacios de ‘racionalidad moderna’ se aboga por cancelar o despreciar la compleja dimensión de la vida propiamente humana?
Algunas teorías políticas del siglo XX aseguraban que la transición del poder a la ‘organización’ (nosotros le llamamos ‘Estado de derecho’ o ‘institucionalidad de la vida pública’) tendería a favorecer un pluralismo estructural en el que el individuo libremente cooperaría para establecer objetivos y mecanismos reales para alcanzarlos; sin embargo, abundan los ejemplos en que tal organización ha devenido en un burocrática camisa de fuerza que impone sobre la libertad de los ciudadanos.
Es decir, que mientras más falta nos hace reconocer que la diversidad de opiniones es un valor positivo esencial de la democracia y la convivencia social contemporánea, más radical se tornan ‘las organizaciones’ en asegurar que una opinión (la suya, claramente) es verdad absoluta mientras los otros persisten en estar en el error absoluto.
Y esa realidad sólo nos lleva a un indefectible destino: al dogmatismo ideológico de los grupos, al gobierno autoritario y a un tipo de confrontación para la cual racionalmente se ha alimentado la idiosincrasia de cada bando opuesto.
Ya lo había apuntado Michel Foucault: «A cada poder le corresponde una resistencia». Una sentencia que no debemos leer unidireccionalmente: Quiere decir que frente a cada poder establecido se levantará un movimiento de cambio; pero también sugiere que ante cada potencia de cambio existirá la oposición de lo establecido.
En estos días, como si de estrategia bélica se tratara, no es mala idea preguntarse por las fuerzas que alimentan las narrativas de conflicto y también será importante reconocer desde dónde viene la logística de suministros ideológicos de los bandos en refriega. ¿Qué pasaría si prescindimos de estas ‘fuerzas’ en la ecuación de nuestros actuales conflictos?
Un famoso cuento del escritor León Tolstói relata la historia de un pueblo campesino en el que la perniciosa escalada de adquisición de perros guardianes y destrozos en la aldea entra en un círculo vicioso sin fin; la respuesta es simple: dejar de depender de los agresivos guardianes y comenzar a confiar los unos de los otros. La confianza es ese esfuerzo estratégico que verdaderamente tiene potencial para herir a la polarización y acercar a la diversidad antes de que los extremos contrarios ‘se toquen’ y provoquen un choque irreparable.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe