Líneas Quadratín
Inmensa preocupación y alarma ha generado en algunos ciudadanos el decreto oficial de la Ley de Amnistía en México que entró en vigor el 23 de abril pasado y cuyas réplicas en los estados de la República muy probablemente comenzarán a verse. Hay posturas a favor y en contra, por supuesto, pero es probable que no se esté mirando el panorama completo.
El senado y el gobierno de la República argumentan que el propósito de la ley sólo tiene como finalidad “evitar los contagios [de COVID-19] al interior de los centros penitenciarios y garantizar los derechos de las personas más vulnerables”, aunque la reforma trascienda la situación de emergencia; y también afirman que sólo primodelincuentes de ciertas condiciones etarias o sociales y que hayan sido autores de muy particulares delitos del fuero federal podrán alcanzar la amnistía.
Los críticos de esta ley, por su parte, tienen argumentos comprensibles, aunque primordialmente políticos. Consideran que dicha ley sólo es parte de una estrategia de clientelismo por parte del régimen en turno, que es un acto propagandístico o que es un guiño velado a grupos delincuenciales. Afirman, llenos de alarmismo infundado, que se recompensa a los delincuentes y se pone en riesgo a la población inocente; pero también apuntan, con justa razón, que la amnistía por decreto no trae pacificación ni justicia a una sociedad tan lastimada por muy diversas violencias.
Sin embargo, ambos extremos desatienden en el fondo la dimensión humana: el primero por minimizar la compleja condición de la reinserción de la persona en la sociedad, y el segundo porque antepone el pragmatismo político a una realidad humana que sin duda requiere atención. Nuevamente y para no variar, en la arena política, los ausentes son los presos, las víctimas y sus familias.
Desde hace décadas, el problema de la sobrepoblación penitenciaria ha sido un tema complejo; los reclusos representan un grupo altamente vulnerable y gozan de una imagen social sumamente negativa que los estigmatiza, los excluye y los condena incluso fuera de la prisión. La corrupción del sistema penitenciario, la impunidad generalizada en los modelos de procuración de justicia, la presión de los grupos criminales, la alta descomposición del tejido social y la ausencia de motivadores de orden y bienestar comunitario son los causantes de la obstaculización de la plena reinserción social de los delincuentes que es el primordial y más importante fin de los centros de reclusión.
La amnistía por decreto o por medio de formalismos legales no auxilia al imputado ni a las víctimas ni a sus familias a vivir el proceso de reconocimiento del mal que -por voluntad o coacción- han vivido; no hay ruta de arrepentimiento o perdón, no hay lugar para la profunda conversión de actitud, de principios o de mirada ante los agravios que se cometieron o las violencias que se padecieron. ¿Cómo les ayuda a reconocer sus sentimientos de dignidad personal, independencia y libertad individual un formalismo legal? ¿Cómo se les ayuda a reinsertarse en una sociedad que vive una profunda crisis de valores y de principios? ¿Cómo se evita que caigan en situaciones de mayor vulnerabilidad y riesgo?
Ahora bien, pensemos que los acreedores de la amnistía están más próximos a la condición de inocencia, de ignorancia o de víctima circunstancial. ¿No sería aún más apremiante un proceso transversal de reconocimiento de los males que le sujetaron al delito, a la vulnerabilidad o al crimen? El mal no sólo consiste en negar a alguien su derecho a ser plenamente humano, también se expresa en la trivialización del bien, cuando la caridad, la piedad o la conversión, como virtudes sociales, se excluyen de las dinámicas ordinarias de la realidad humana. Es decir, que sean declarados víctimas de una realidad cultural no subsana los debates de dicha complejidad, no aclara las fronteras del mal ni del crimen, no ayuda a la sociedad a distinguir el bien real del bien posible ni del bien necesario.
Dijo Rousseau: “Con toda su moral, los hombres no hubieran sido nunca más que monstruos, si la naturaleza no les hubiera dado la piedad en apoyo de la razón”. La amnistía por sí misma es expresión de la clemencia, pero la piedad debe apoyar a la razón y contemplar la realidad. De otro modo premia el cinismo indolente como aquel que expresó esa vendedora de “huevos para limpias”. En el episodio que se hizo viral, la mujer responde con cruda honestidad al reportero que sus clientes son estúpidos por creer en las limpias; sin embargo, la vendedora de supercherías no hace nada por ayudarlos a salir del error o de la ignorancia, por el contrario, se beneficia de su necedad mientras los desprecia sin ningún pudor.
La amnistía requiere de un enfoque tanto humanitario como social, ser la expresión de la piedad en un contexto donde no ha cambiado el delito y donde la naturaleza del mal causado no ha sido relativizada. Sólo bajo esta perspectiva, la persona indultada no cae en el vacío moral; porque desde su dignidad y la de sus semejantes, el verdadero acto de amnistía adquiere proyección e intención a futuro tanto de la persona como de la sociedad, porque se asienta en una realidad donde las fronteras de lo justo y lo injusto no han sido disueltas, un espacio dónde es posible encontrar plenitud, justicia y paz.
Director de VCNoticias
@monroyfelipe