El presupuesto es un laberinto
A lo largo de los últimos años hemos encontrado que los asesinatos de periodistas en México, por la forma como fueron propiciados, han sido vinculados como obra del crimen organizado. Por lo tanto, las pesquisas nunca han llegado al fondo porque el simple hecho de parecerse a presuntas vendettas del narcotráfico sobre esos periodistas que se “habrían” metido donde no debían, provoca que las investigaciones se den por concluidas de hecho, aunque no sea de derecho.
Estudios recientes de organismos dedicados a proteger la libertad de expresión y el derecho a la información afirman que de 2000 a la fecha entre el 98 y 99 por ciento de los crímenes contra periodistas han quedado impunes. Es decir, desconocemos quién o quiénes fueron los responsables materiales e intelectuales… y en el caso de los muy escasos que han sido “resueltos”, sólo se ha llegado a los autores materiales porque el móvil ha apuntado a asuntos ajenos al ejercicio periodístico.
Pero hay algo más. En prácticamente cada uno de los antecedentes a los crímenes de los periodistas hubo una amenaza o violencia previa contra ellos porque hicieron pública información que revelaba actos de corrupción de funcionarios o personajes políticos, ya fueran el director de la policía, el síndico procurador, el regidor o el alcalde; lo mismo que el director de la policía estatal, el procurador, algún secretario del gobierno o el mismo gobernador, lo mismo que legisladores o políticos con aspiraciones.
Las organizaciones han documentado que más del 75 por ciento de los casos de violencia contra los periodistas ha sido por parte de funcionarios, políticos o agrupaciones ligadas con los políticos (hoy prácticamente cada uno de ellos tiene una Asociación Civil).
En el caso de los civiles asesinados en Tlatlaya, Estado de México (a 240 kilómetros de la ciudad de México) desde el principio se les criminalizó, sin haber mediado investigación alguna. Sin demora, el propio titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva dijo que eran narcotraficantes, hasta que el propio Ejército —vaya usted a saber por qué motivo lo hizo, porque siempre han protegido de manera férrea a sus integrantes—, entregó a los militares que ajusticiaron al grupo en ese municipio mexiquense.
Hasta entonces el Ombudsman reconsideró sus primeras declaraciones y el enfrentamiento lo convirtió en ejecución extrajudicial. ¿Por qué y para qué fue cambiada la versión inicial, que el gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila también avaló? Probablemente para ejercer un golpe mediático posterior en contra de Ávila.
Hoy quizá nadie se acuerda de los jovencitos secuestrados por la policía del oriental estado de Veracruz, quienes posteriormente fueron encontrados muertos, tirados en la glorieta de los Voladores en Boca del Río, en el marco de una reunión de procuradores del país. Ellos fueron detenidos y llevados de las calles en sus colonias por camionetas de la Policía Estatal y posteriormente, al ser encontrados muertos, se les criminalizó sin ninguna investigación: eran miembros de las bandas del narcotráfico, dijeron las “autoridades”.
A los estudiantes de la Rural de Ayotzinapa los atacaron y privaron de la libertad policías de la ciudad de Iguala; las declaraciones de los sobrevivientes son claras. Los estudiantes no fueron apoyados por miembros del Ejército que estaban ahí y presenciaron la agresión, por el contrario, recibieron un “ustedes se lo buscaron”. Posteriormente, las autoridades federales afirman que en el ataque están vinculados miembros del crimen organizado, quienes presuntamente habrían sido los ejecutores, por órdenes de un político, en ese momento “autoridad”.
Como vemos. Detrás de todos estos homicidios o desapariciones de ciudadanos se encuentran personajes ligados a la función pública y a la política. Posteriormente, por la forma cómo se realiza el delito, se le cuelga el santito al narcotráfico y asunto concluido. No hay más que investigar.
Fue la misma receta que el cansado procurador General de la República, Jesús Murillo Karam quiso aplicar con los normalistas de Ayotzinapa. Pero no contó con una presión social demasiado grande para este caso y que la gente por todos lados está realizando preguntas, indagaciones y adquiere interés por el dicho de las autoridades, comparado con muchos otros casos, y ha puesto en evidencia sus conclusiones.
La pregunta es: ¿Qué pasa si a todo lo que está ocurriendo en estos y otros casos en el país les quitamos la forma y vamos al fondo? Es decir, si hacemos a un lado que son agresiones perpetradas o ejecutadas por miembros del crimen organizado, quienes finalmente serían los ejecutores —si realmente lo fueran— y vamos a buscar a quienes planearon intelectualmente los crímenes.
Estaríamos ante lo que prácticamente todo mundo sabe. Que los crímenes en México son obra de quienes detentan el poder político, ya sea para evitar que los sigan exhibiendo mediáticamente en el caso de los periodistas, pero también, para golpear políticamente a otros en los casos como Tlatlaya y Ayotzinapa o para sembrar terror como en los sucesos ocurridos en Veracruz, Tamaulipas y otras entidades, con el fin de que las poblaciones se queden inermes ante el saqueo.
La forma (narcotráfico) en la ola de crímenes ocurridos en México durante los últimos años es muy lejana al fondo (político) del por qué ocurrieron. A diferencia del pregón del intelectual del priismo de los años 70 al que por cualquier cosa acuden precisamente los políticos, la frase de que l”la forma es fondo” de Jesús Reyes Heroles, hoy es todo lo contrario, la forma no es fondo.
Ahora todo mundo lo dice: Fue el Estado. Pero ese Estado está dirigido y compuesto por personas. Ellas, que tienen nombre y apellido, son las responsables.
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(*) Renato Consuegra es periodista, Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí y director de Difunet y Campus México.