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CANADÁ, 15 de julio 2021.- A James Papatie le arrancaron de sus raíces de cuajo. Nació en 1964 en Kitcisakik, una comunidad del pueblo anicinape en la región canadiense de Abitibi-Témiscamingue (provincia de Quebec), y fue parte de los cerca de 150.000 menores indígenas que vivieron en uno de los 139 internados abiertos en Canadá para asimilarlos por la fuerza a la cultura dominante. Los tres primeros internados se crearon en 1883; el último cerró en 1996. Papatie estuvo encerrado en el de Saint-Marc-de-Figuery, (a unos 450 kilómetros de Montreal). Aún recuerda cuando, con seis años, fue llevado a esta institución. “Fue un secuestro. Funcionarios del Ministerio de Asuntos Indígenas, sacerdotes y policías fueron a buscarnos en embarcaciones. Algunos niños abrazaban a sus madres y abuelas. Varios padres recibieron golpes de la policía. Podían ir a la cárcel por negarse a entregar a sus hijos”, cuenta Papatie por teléfono desde Kitcisakik.
“Después viajamos unas horas en autobús. Al llegar al internado, nos quitaron la ropa tradicional y la quemaron. Nos ducharon, nos lavaron con lejía y cepillos para el suelo. Nos aplicaron un producto contra los piojos que causaba escozor. Luego nos raparon y nos dieron uniformes”, prosigue. Eso solo fue el comienzo del horror. “Fui agredido sexualmente por un sacerdote y dos alumnos de mayor edad. Los alumnos reproducían muchas veces lo que habían sufrido. Recibí golpes, sufrí maltrato psicológico, burlas a mi cultura”, sostiene.
El internado de Saint-Marc-de-Figuery cerró en 1973. Papatie fue enviado a una residencia de régimen algo más abierto y vivió también acogido con familias no indígenas, pero no fue devuelto a su pueblo. Dejó de estudiar a los 15 años; dice que tenía “demasiados pensamientos negativos” en la cabeza. Se hundió en el alcohol y las drogas durante años, pero con fuerza de voluntad dejó atrás esa etapa y se convirtió en un líder de su comunidad. Volvió al lugar y a la cultura que habían intentado extirpar de él.
Su vivencia, como la de muchos otros, supuso “un genocidio cultural”, según lo definió la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (TRC, por sus siglas en inglés) creada para analizar lo sucedido en los internados en un informe en 2015. Ahora emergen voces en Canadá que señalan que el adjetivo sobra.
El caso de James Papatie (al que en su comunidad llaman Jimmy) resume buena parte del catálogo de horrores sufridos por los menores indígenas. Él recuerda muchas horas fabricando muebles en el internado. La TRC destacó que la explotación laboral no fue anecdótica en estos centros.
Este turbio capítulo del pasado ha vuelto a primer plano por los hallazgos por parte de comunidades indígenas de cementerios con tumbas sin nombre en terrenos de tres antiguos internados.
El 27 de mayo se anunció que se habían encontrado los restos de 215 niños en Kamloops (Columbia Británica), el 24 de junio se hizo público el descubrimiento de 751 tumbas sin marcar en Marieval (Saskatchewan), y el 30 de junio se informó de otras 182 tumbas de este tipo en el antiguo centro de St. Eugene’s Mission (Columbia Británica). Perry Bellegard, jefe de la Asamblea de Primeras Naciones de Canadá, que agrupa a 634 líderes y unos 900.000 indígenas (del total de 1,4 millones que se define como tal, el 4,9% de la población), afirmó en esta última fecha: “Este es el comienzo de los descubrimientos. Pido a todos los canadienses que se unan a las Primeras Naciones para exigir justicia”.
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